Foto: Francisco Blanco

Observé el rostro desencajado por el llanto en aquella adolescente y supe que había reprobado el examen del cual hacían referencia sus condiscípulas. Recordé mis años de estudiante y no por llorar después de una prueba, sino por comprender el dolor que se experimenta cuando se advierten las consecuencias precedentes de ese momento y nada se puede hacer...

Aprendí, tempranamente, que un examen es la posibilidad de mostrar los conocimientos aprendidos durante el curso y, por tanto, responder cada pregunta equivalía a alcanzar un nivel capaz de develar respuestas que permanecieron como una incógnita latente en nuestras vidas -en cualesquiera de las asignaturas, dígase historia, matemáticas, física, química…, todas-, porque conforman el camino infinito del aprendizaje necesario para entender, incluso, los vericuetos de las nuevas tecnologías utilizadas para comunicarnos.

De alguna forma la familia de esa niña, a la cual hago referencia, tiene una alta cuota de responsabilidad en la nota de suspenso. No se trata de culpar al famoso “chícharo que bajaron en la prueba”, sino de la ausencia de exigencia, control y apoyo a nuestros hijos cuando realizan sus tareas escolares.

No se puede esperar al final. Debemos compartirles nuestras experiencias y buscar la forma de estimular el proceso de instrucción que se materializa en a la escuela, pero comienza en el hogar. Una cosa es alcanzar una baja nota; eso puede suceder y debe (a su vez) compulsar a buscar la más alta. Solo cuando miramos hacia abajo, levantamos los hombros y dejamos caer los brazos, nos damos cuenta del enorme peso de una interrogante. La cuestión es resolver la incógnita, despejar las dudas, aprender con hache. En lo personal me dolió muchísimo el llanto de aquella desconocida niña.