Hace unos días, durante un intercambio telefónico con un lector, este hizo referencia a una anécdota para ilustrar el término “profesional”. Decía que un trabajador de comunales realizaba su faena cuando otro le advirtió la urgencia de ir a un despacho con su directivo y sugirió: “¡Déjalo todo como está (se refería a la basura que recogía)!”, pero aquel se negó con una sentencia: “Cuando termine. Soy un profesional en mi labor”.

En realidad tal ejemplo puede ser cuestionado o aplaudido en correspondencia con la perspectiva de cada cual. En mi caso me voy por lo segundo porque defiendo el concepto como la entrega a la tarea y la necesidad de hacerla con el máximo de eficacia y eficiencia. No se trata de una diferenciación establecida por el nivel académico, sino por la calidad de los resultados del producto elaborado o el servicio.

Considero que la formación de un profesional exige, además de la vocación, la preparación y experiencia adquirida, respeto a sí mismo y los demás, especialmente disciplina, rigor en cuanto a la forma de actuar y constancia. No obstante, estas –entre otras cualidades– deben tenerse en cuenta la educación recibida, desde la cuna.

De este paradigma partirían muchas otras referencias que conforman nuestra cotidianidad para bien o en contra de lo esperado cuando nos tratan de forma indebida y en “correspondencia”, en algún momento, el error cometido por nosotros.