
He crecido en esta ciudad que vuelve y va como las olas, en el tiempo. Una ciudad fuerte, sólida en sus costumbres, orgullosa de su identidad, una urbe a prueba de estaciones, olvidos, plena de tradiciones. Basta mirarse por dentro, en cualquier latitud del planeta, para sentir cómo bulle bajo nuestra piel, el amor por la ciudad donde nos hemos visto crecer.
En las noches la ciudad de La Habana es tibia como el vientre de una mujer seducida. Pero no es peligrosa. Se advierte en su respiración contenida de esta capital que alimenta un enjambre de esperanzas y de sueños. Por ejemplo, me sumerjo en la calle Obispo, en un torrente de personas que fluye hacia el centro de la parte colonial. Observo los lentes de quienes la visitan y escanean cada pulsar de sus barrios y recovecos.
No es difícil entender esa “locura” de amor por La Habana cuando se la conoce. De lo contrario no seríamos cuerdos y estaríamos divinamente locos sin reírnos de nuestros problemas y enfrentarlos. Lo sé, porque siento la voz de La Habana, cuánto me susurra cuando navego en sus calles despellejadas por el sol, la lluvia, entre el recuerdo de edificios donde ahora surgen espacios de luz y encuentro miles de recuerdos, mientras surfeo desde la presencia que la identifica y “cibernizo” nuevas imágenes habaneras en busca de un motivo para mis crónicas nocturnas.
Hoy vuelvo a recorrer La Habana para hacer un selfi y más bien la releo, entre cada una de sus calles y avenidas que puedo conocer de memoria, salvo que la ciudad es cada día otra y otra, hasta el infinito.