En el trabajo de Marlene hicieron sopa para el almuerzo. “Estaba muy buena. Espesa y con sustancia”. Cuando terminó su turno y dispuesta a irse a casa, vio que la sopa estaba por ir al caño. “Mejor me la llevo”, le dijo al jefe de servicios.
Escenas como esa se viven cada día en comedores obreros, escolares y hospitalarios, entre otras instituciones. Las causas pudieran ser varias: desde mal cálculo de normas de consumo y los comensales –como el caso de la sopa que por suerte pudo aprovechar la familia de Marlene-, o falta de calidad en la elaboración, como sucede en buena parte de los lugares de alimentación pública.
Los calificativos para esta situación pueden ser desde inconcebibles hasta imperdonables, lo cierto es que todos ellos resultan pálidos en un país que importa cada año alimentos por unos mil millones de dólares, por el compromiso expreso de proteger la seguridad alimentaria de 11,2 millones de habitantes, en las diferentes vías y formas colectivas de alimentación.
Un elemental cálculo matemático espanta: si de ese monto, el 0,5 %, se bota, literalmente, o en el mejor de los casos, es empleado como alimento animal, el país estaría desperdiciando una cifra nada despreciable, 10 millones de dólares. Pero ese no es el concepto esencial.
Aunque es una situación que se arrastra por décadas, ¿está Cuba en condiciones de permitírselo? Los cálculos reales del desperdicio de alimentos están en sus primeros pasos en algunos productos de la cadena agrícola, que darán una aproximación acerca de cuánto se pierde del campo a la tarima.
Tal vez no sería desacertado hacerlo también a la inversa y buscar las vías para taponear un millonario escape que podría reducirse con un complemento de tres C: condimentos, capacitación y compromiso, además de algún plus por lo que se deje de botar y, en cambio, solo provoque en los comensales el deseo de chuparse los dedos.