Foto: Tomada de Redes Sociales

Aunque conozco muy bien sus nombres y hasta sus apodos, no los voy a mencionar. “¡Ni falta que hace”!, como hubiese dicho el gran escritor español Marcelino Menéndez Pelayo. Llevan sobre sus hombros la oscura carga de la drogadicción, y cada día, del modo más inútil y miserable se les acorta y desdibuja la vida de una manera muy lastimosa.  

La mayoría no recuerda cómo y cuándo comenzaron a hundirse en el cieno. “Pasó porque pasó”, me dijo una hace poco, al que ya la memoria no le alcanza ni funciona para precisar hasta dónde se remonta el origen de su tragedia.

Varios de los que más me han conmovido ni siquiera sufrían problemas económicos ni sentimentales. Muchos son jóvenes de buenas familias, convivientes de hogares armoniosos, donde reinan respeto y buenos modales.

No obstante, se dejaron arrastrar por el embullo y malsanas influencias, al punto que han llegado a robarle a su propios padres objetos de mucho valor para comprar lo que creen un placer y en realidad es su propio veneno. Los conozco que han llegado a agredir a las personas que más quieren y respetan y otros intentaron auto flagelarse y hasta atentar contra sus vidas.

Algunos eran talentos en ciernes. Con uno de ellos, amigo fiel y solidario en tiempos difíciles, solía conversar de lo humano y lo divino, mas ahora me esquiva, tal vez avergonzado, tal vez porque sabe que si me da una entrada le voy a sermonear.

Con otro llegué a intercambiar libros y nos poníamos al corriente de las buenas nuevas en materia de literatura. Recientemente sostuvimos una conversación. Me preguntó sobre mis últimas incursiones periodísticas y me pidió que le prestara un texto que lo amarrara.

En cuanto al consumo no trató de engañarme ni engañarse. Está consciente del mal que lo aqueja y corroe.  La madre le echó de la casa y se sabe culpable. Por suerte, una luz de esperanza se cuela por entre el olor sereno que sale de sus labios: “Voy a hacer las gestiones para ingresar en el hospital Gali García. Quiero salirme. No puedo seguir así”.

Entre quienes han conocido a varias de estas víctimas de su propia ignorancia e insensatez, no son pocos aquellos que afirman con escepticismo que al final todos recaen, y en buena medida tienen razón. Mas, en reconocer públicamente un estado personal de calamidad y mostrar disposición a dar un primer paso para curarse, está la pelea por la salvación, aunque después más de una vez sobrevenga una recaída.

Lo verdaderamente peligroso está en quienes padecen el mal y ni siquiera lo reconocen. Esos están condenados a rodar pendiente abajo, en un abismo sin fin.

Los supuestos placeres asociados al consumo de estupefacientes son solo eso: mitos. El consumo de drogas siempre conducirá a un callejón sin salida, de no retamar a tiempo a la abstinencia. La drogadicción siempre termina asociada a feos sinónimos: violencia, pillaje, delito…

Sin embargo, no es justo, ni moral, ni lícito volverle la espalda a quien padece una de las peores enfermedades que puedan sufrir los seres humanos, sobre todo a aquellos que, aunque cegados por las drogas, un día esgrimieron la utilidad de la virtud, como mi amigo, ese a quien, a pesar de mi temor a prestar mis libros, se ganó que le abriera las puertas de mi biblioteca.

Nos toca estar muy atentos, dentro y fuera del hogar, a fin de tender la mano a quien ya enfermó, y pretenda dar un paso hacia la salvación, pero sobre todo, para que la medicina preventiva termine por imponerse. 

Ver además:

Contrastes