
“¿Maestro, mi hijo? ¡Qué va, ni loca(o)!” Expresión recurrente, de un tiempo a esta parte, dicha o pensada sin reparar en el peso malsano de sus consecuencias sociales.
Cruel manera de demonizar el ejercicio profesional de lo que José Martí calificara como “el empleo más venerable y grato…, en que se sirve mejor a los hombres y se padece menos de ellos”, lo cual desestimula el interés por la docencia y entorpece la labor de captación, llamada a nutrir el imprescindible relevo que impone el paso del tiempo.
Entonces, eso que en el plano personal puede parecer nada, apenas un asunto doméstico, sumadas las individualidades de quienes asumen tal comportamiento egoísta, transciende los marcos de la familia, adquiere calibre de reto con dimensiones sociales, y llega a decidir en la marcha y la propia salud de los procesos docente-educativo.
A punto de terminar agosto, el inicio del nuevo curso escolar (2023-24) ha vuelto a poner a pensar y correr a los capitalinos, en busca de soluciones alternativas, que garanticen el completamiento de la cobertura docente.
Pero, en mi opinión, la Educación es un eslabón tan decisivo en el andamiaje social –sobre todo si hablamos de una provincia como La Habana, capital de la Isla- como para darnos el lujo de que el egoísmo personal, la falta de visión y compromiso y hasta la ingratitud, de algunos, obliguen -ante el apremio- a hacer de las respuestas emergentes lo cotidiano.
Todos queremos para nuestros hijos el mejor de los maestros, y es lógico y lícito, pero si luego todos pretendemos que toque ponerlo a la familia vecina, entonces no tendremos docentes, ni buenos ni malos.
Los maestros son merecedores del mayor reconocimiento social –algo que nadie se atreve a poner en duda- y entre ellos, el supremo para cualquier trabajador, es el salario, pero sabemos que en la actual situación subirles el salario, beneficiarlos con la entrega de viviendas, de manera masiva o cualquier otro estimulo de orden material, resulta difícil cuando no imposible.
Sin embargo, aunque se hacen otras cosas que apuntan más a lo espiritual, es menester siempre tratar de ponernos la varilla mucho más alta, sobre todo lo que implique rescatar para el maestro y la escuela la categoría de figura e institución centro de la familia y la comunidad, y eso es una tarea que requiere el concurso de todos.
No se trata de que ahora los padres obliguen a los hijos a estudiar magisterio, pero tampoco hacerles creer que dar clase prácticamente es misión imposible.
En las edades tempranas (casi) la inmensa mayoría queremos ser maestros, toca a los padres, a fuerza de cultivo, no dejar morir y mucho menos matar esa pasión infantil, y que después sea la vida quien diga la última palabra, pero sin la mediación de malsanas influencias.
En otras latitudes no sé, pero en Cuba, buena parte del saber de quienes hemos pasado por un círculo infantil o escuela, a cualquier nivel que hayamos alcanzado, lo debemos a nuestros educadores, lo cual, por gratitud, nos obliga a contribuir en el aprendizaje de los demás, o cuando menos, no abonar las trabas que puedan atentar contra ese propósito.
Si, pero