Es domingo y son cerca de las 11 de la mañana. Sentado en el portal de la casa, mientras contemplo el cielo que amenaza con empapar la ciudad, converso con mi hermano. De pronto, una voz que da los buenos días nos hace girar las cabezas. Del otro lado de la cerca, entre hojas y flores de marpacífico, descubro a un muchacho de no más de 16 años.
-Sí, buenos días, ¿qué desea?
¿Puedo coger algunas flores?, pregunta.
-Sí, no hay problema.
De pronto escucho que comenta, no las hales. Miro con detenimiento y descubro a su lado a un niño de unos 9-10 años. Este asiente con la cabeza. Sigo sentado mientras los veo arrancar, con cuidado, cada flor. De pronto el mayor indica que ya tienen suficientes y da las gracias.
Miro a mi hermano. Las palabras sobran. No son extraterrestres, ni muchachos salidos de un cuento, o criados en otro mundo. Son tan cubanos como cualquiera de nosotros. Contrario a lo que muchos comentan, ellos confirman algo que desde hace años vengo diciendo, no son los jóvenes los que están perdidos, es su familia la descarriada.
La educación, esa que comienza en la cuna y termina en la tumba, tiene como pilar fundamental a la familia, a esas personas que, peinando canas, o no, deben de transmitir valores fundamentales a las nuevas generaciones. Cierto que los tiempos han cambiado, que existen otras “variables” que intervienen en el comportamiento de los jóvenes, pero si ellos reciben en la casa una educación adecuada, hay muchas, muchísimas posibilidades, que su tronco jamás se tuerza. En todo caso, quedaría preguntarse, más allá de falsos convencionalismos ¿quién está perdido, la juventud, o quienes, peinando canas, o no, tienen (tenemos) la responsabilidad de educarle?
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