Foto: Joyme Cuan

Fuimos como cada semana a uno de los puntos de venta del parque Almendares. Una hora más tarde, permanecía cerrado porque la encargada de bolear el helado no llegaba aún. “Es que ella es licenciada en boleo”, dijo sarcásticamente un señor de la cola, el mismo que, con la paciencia agotada, había decidido ir a preguntarle qué sucedía al grupo de gastronómicas que tomaba el aire fresco a lo lejos. También supimos por él que solo había 3 cajas del lácteo para vender porque el camión no había entrado. Hacíamos el 5 en la cola.

Al fin llega. La señora de la puerta llama al primero, disfrutando a la vez de su vaso de helado desbordado. Aparecen los fantasmas de la cola. Ahora somos el 10. 

Las matemáticas en mi cabeza daban esperanza hasta que al menos tres trabajadores del recinto irrumpían la cola y se les despachaba. “Mira… mira…”, se escuchaba a mi alrededor.

Diez minutos después se acerca a la entrada una de las dependientes: “Se acabó el helado, hay que esperar a que entre el camión”.

La rabia que sentíamos todos los presentes era incontenible. Ella, en negación total de los reclamos, como si nada de lo que estaba a la vista de todos hubiera sucedido; pero su actitud temerosa delataba su conciencia.

Y es que estamos para ayudarnos, pero sin daños a terceros. Porque en la cola pudo estar la abuela que vino temprano para no exponerse al tumulto, la madre que quería darle una sorpresa a su hijo pequeño o sencillamente quien esperó su turno y debió regresar con las manos vacías; porque todos, absolutamente todos, al menos, merecemos respeto.

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