Si fuéramos a hablar de dos de los propósitos a materializar por los cubanos con mayor urgencia, tendríamos que mencionar la necesidad de ahorrar y captar divisas, de un lado, lo cual, para una efectividad de resonancias superiores, debiera hacerse acompañar con el logro de la autonomía alimentaria, sin duda, la otra indispensable batalla a ganar –como nación– con todo apremio.

Son pasos imperativos si de verdad queremos construir una economía suficientemente fuerte, asumirla como cuestión de vida o muerte revestida de sistematicidad y permanencia y a defender –más allá de meras consignas– con resultados que alimenten las estadísticas, sí, pero sobre todo el estómago.

Y tal vez, en el variopinto entramado económico de la Cuba de hoy, no haya otro sector desde donde pueda aportarse más, a uno y otro empeño, que la ganadería, llamada a entregar volúmenes de leche y carne que satisfagan, en buena medida, las exigencias nutricionales domésticas, y a hacerlo sobre la base de componentes nacionales porque, por consabidas razones, resulta imposible apostar a la compra del alimento animal en el exterior.

Ese y no otro es el rumbo. En las actuales condiciones, el éxito ganadero en la Isla –amén del mejoramiento genético, adecuado manejo de la masa y el auxilio de la ciencia y la técnica– mucho depende de una conveniente garantía alimentaria ajustada a los recursos nutricionales disponibles en el plano local.

Cuando la actual coyuntura impone –ahora más que nunca– echar la batalla, una noticia halagüeña y otra perturbadora pugnan entre sí y matizan, de manera reveladora y dramática, tan crucial, anhelada y lícita aspiración.

¡Resulta factible! Esa es la buena nueva, pero aparece enfrentada a una dolorosa realidad: Algo se ha avanzado, pero todavía es insuficiente, en tanto una buena parte de los productores –sean estatales o cooperativistas– no acaban de ponerle alma, corazón y vida al empeño de que los rendimientos estén cada vez menos alejados de las apetencias de la mayoría.