Se sabe. En materia de control y enfrentamiento a la COVID19, Cuba ha demostrado no ser segunda de nadie. Aun con el rebrote de los últimos días, en el occidente de la Isla, particularmente en La Habana, ahí están las cifras para confirmar, entre otras muchas cosas, las fortalezas de nuestro sistema de salud, pero sobre todo, que aquí –como quizás en ninguna otra parte- es menester ponerse muy fatal para morir de la enfermedad.

Sin embargo, eso que, sin lugar a dudas, resulta muy halagüeño, también tiene un lado amargo: algunos le han perdido el respeto o el miedo al contagio, han bajado la guardia y asumido actitudes disparatadas, con el consiguiente riesgo personal, que como efecto dominó deriva asimismo hacia todos los posibles contactos.

Amén de las complejidades que –en el orden de la prevención y el enfrentamiento a la pandemia causada por el SARS COV 2- implica la condición de capital del país, justo es reconocer, que no pocos entre quienes vivimos por estos lares, hemos subestimado el mal, y como consecuencia ahora pagamos los desatinos con un repunte de la transmisión.  

Es entre los jóvenes donde tiene lugar el mayor número de contagios, aunque el nuevo coronavirus ni discrimina ni va en busca de nadie. Son las personas, con un comportamiento imprudente, quienes se ponen en contacto con él. Respetar las medidas de prevención, en modo alguno, guarda relación con la edad, es una cuestión de disciplina, sentido común, responsabilidad y compromiso.

Llamo la atención sobre otros dos aspectos, la mayoría de los casos confirmados son el resultado del contacto con otros casos confirmados como también, entre ellos, son mayoría el número de asintomáticos, y ello prueba que cualquiera –incluso uno mismo- puede estar padeciendo el mal, sin saberlo, y por tanto la mejor manera de protegerse es acatar las recomendaciones sanitarias (no salir de casa, salvo cuestiones de extrema necesidad, usar correctamente el nasobuco, respetar el distanciamiento físico y social, frecuente lavado de manos y limpieza de superficie susceptibles de alojar el virus).

Las reuniones sociales (fiestas, citas colectivas entre familiares o amigos, encuentros religiosos) ameritan mención aparte. En las últimas semanas, por sus características, tales eventos se han convertido en el principal foco de infección de la COVID19, un padecimiento con un altísimo nivel de contagio. Son, por su esencia, un llamado a ignorar las medidas de prevención.

En mi opinión, en materia de medidas y regulaciones, todo o casi todo está dicho. A mi juicio, las asignaturas pendientes radican en el control y la exigencia, pero en barrios y comunidades, allí donde la gente todavía hace colas con aglomeraciones, los jóvenes organizan –incluso a veces a deshora- reuniones, bebidas alcohólicas incluidas, en las esquinas y parques, y el nasobuco, para algunos, representa solo un babero o cubreboca.

Me parece que los conscientes y respetuosos –y lo digo con palabras de Roberto Fernández Retamar, recientemente citado por Graziella Pogolotti, en comentario publicado en Juventud Rebelde- somos mucho. Somos mayoría. Pero andamos dispersos.

Ahora más que nunca es menester unirse y sacar a flote la exigencia colectiva, en tanto no es posible colocar un agente del orden al lado de cada capitalino, acompañado de las sanciones rigurosas, que ya deben pasar a sustituir los llamados de conciencia y exhortaciones al buen comportamiento.