
Aunque no tan universalmente aceptada como las tesis que definen a las madres como protagonistas del amor más sublime, también igualmente irrefutable lo es el hecho de que no hay dicha completa sin la presencia y el calor de los padres, aun cuando algunos se empeñen en descalificarles con un “Bah, cualquiera lo es”.
Excepciones de las reglas aparte (siempre las habrá), cuando de querer y prodigar desvelo a los hijos se trate, entre un padre –que no macho procreador– y una madre, solo hay diferencias biológicas, mera cuestión de cromosomas.
El mío –el que la vida y la vieja me regalaron, no el biológico– fue todo un padrazo. Solo porque todavía no había llegado, no asistió a aquel, mi primer llanto ni escuchó mis primeros balbuceos, pero sí convirtió en regalos mis dientes de leche, espantó mis miedos, me abrió los caminos del saber, me ofreció razones y cargó conmigo y mis maletas cuando la escuela se iba al campo.
No nací de él, y tal vez por eso, optaba por dejarle a la vieja los regaños. Era serio, muy serio, recto, había que sacarle las palabras de la boca, sin embargo supo arreglárselas para hacernos saber –a mi hermano y a mí– que aun sin los lirismos y los mimos que él, rudo constructor golpeado por la vida, no había aprendido a dar, éramos sus hijos, tan legítimos y queridos como los otros dos que llevan su apellido.
Cuando se fue yo peinaba canas. Lloré como jamás lo había hecho antes. Comprobé que puede que el cariño que nos prodigamos nunca cobrara cuerpo en las palabras, pero sí nos los habíamos hecho saber de otras mil maneras. Partió y me dejó roto el corazón, pero también, junto a su ejemplo, la certeza de que el amor más profundo y puro puede, asimismo, anidar entre barbas y bigotes.

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Soy la madre del niño y orgullosa de el y la familia que le toco y siempre apoyandome en su criansa besitos FELICIDADEZ PAPA