De la conducta de uno, depende el futuro de muchos.

Se visitó y miró al espejo que le devolvió una imagen que le agradó. Tomó, una vez más, la foto de su sobrina, y pensó en lo chiquitica que estaba y que ahora es toda una mujercita. Cumplía 15 años, y el solo hecho de pensar que le faltaban pocas horas para abrazarla y besarla le provocaba un estremecimiento.

Habían pasado casi 10 años desde el último encuentro. Recordó el día de su nacimiento, sus primeros pasos, cuando, entre balbuceos, por primera vez, le dijo tía. Sus ojos se humedecieron y ya la ansiedad, en espera del taxi que la llevaría al aeropuerto, se transformaba en lágrimas.

Se asomó al balcón y sintió la tos del vecino. Entonces fue cuando recordó que días antes lo había auxiliado ante los reclamos de la hija. Ella le sonrió, hoy todo le resultaba agradable. Se interesó por su salud a lo que él respondió que estaba bajo observación lo cual le preocupaba, pues ahora con este nuevo virus, no se sabe.

Se despidió educadamente y entró. Se desplomó en un sillón. Todo se tornó gris; hasta ese momento no se había percatado de la situación. El dolor la turbó, y se dio cuenta que las emociones le habían nublado el juicio.

Automáticamente, cogió el teléfono. Tuvo que aguzar su voz temblorosa, para responder a su hermana, que se impacientaba con el silencio, del otro lado de la línea.

Cuando colgó sintió una mezcla de satisfacción y tristeza, pero con la sensación de haber hecho lo correcto.

En sus oídos retumbaban las palabras de su sobrina: gracias tía, este es el mejor regalo de amor que me has hecho, no te preocupes por no venir ahora, pronto nos veremos.

Visualizó en su mente un abrazo y un beso a su pequeñita; entonces, equilibró su balanza entre el amor y el deber de romper las cadenas.