Con muchísimo trabajo, bastón en mano y espalda encorvada, subió a la guagua. Su voz, imperceptible, pedía casi en susurro el asiento de impedidos, con un tono marcado por el cansancio y los años vividos.

“Pase, abuela, que son los amarillos de allá”, decía un señor -sentado- mientras muchos nos apretábamos para abrirle paso a la anciana en su difícil travesía. “¡Por favor, hay una impedida!”, gritaba una mujer -también sentada-; “o están todos llenos o la gente es sorda”, reflexionaba otra desde su asiento.

Finalmente, la abuela pudo llegar y un hombre salió en su defensa, interrogando uno por uno a los pasajeros: “a ver, ¿usted es impedido? Enséñeme su carné. Y usted, ¿está embarazada? ...” y continuó así hasta llegar a una señora entrada en años, quien se vio obligada a pararse ante la presión del momento. Obviamente, a esta última también le cedieron un asiento pues, aunque no traía bastón, apenas podía mantenerse en pie.

¿Qué nos está pasando? ¿Por qué la indiferencia? El transporte está malo, es verdad; pero nuestra empatía, ¿también está mala? ¿Acaso el color de la silla influye más en nosotros que nuestra propia conciencia?