Bárbara, Caridad, Joaquina, Lázara, Vivian, Norma… Parafraseo a (José) Martí para ir directo al grano y sin tapujos: Cada quien tiene la mejor de las madres. Sin embargo, y aunque lo siento por mis congéneres, las cubanas –madrazas como ningunas–, ocupan, entre las más sobresalientes a escala planetaria, lugar privilegiado. Y de todas ellas, por reciprocidad amorosa, en primer lugar, y hasta por lógica, para mí la mía, lo supremo. No lo tomen a mal, también tengo claro, que la suya y la de aquel, igual lo son.
Aunque nadie lo recuerda a partir de la experiencia personal, lo sabe todo el mundo: el primer hogar, el más seguro, en momentos en que hasta lo más mínimo constituye una amenaza, está en su vientre. Y ya después no habrá mejor remanso protector que el anillo resultante de sus entrecruzados brazos, incluso aún cuando se cierren para ceñir a un “niño” grandulón, que quizás la iguale en canas y la triplique en tamaño y peso.
Marcan el día señalado como el más feliz, no solo por sobrevivir al riesgoso acto de parir, sobre todo porque de su interior nació la vida, una vida que la define o reafirma madre; un instante que sella un acto de fidelidad incondicional e infinita.
¡Heroína ellas! ¡Y de las de a diario! No duermen si sube tu temperatura, te cree el más lindo e incluso el más inteligente.
Mi vieja enfermó hasta con el más simple de mis catarros, se becó conmigo en el hospital las veces que ingresé, y lloró ante cada éxito o cada fracaso que me dio la vida. Y como si fuera poco tus hijos también lo son de ella. Y la historia de mimos, cuidados y regalos ahora multiplicada se repite.
Con ellas, las lecciones y consejos nunca faltarán, aun cuando aparentes ser muy independiente, peines canas y te afeen las arrugas. ¿Lo más triste? Lo más doloroso es que la última de las lecciones es la que te enseña que el niño que irremediablemente hacía habitar en ti partió con ella.