Foto: Jorge Luis Sánchez Rivera

Le resultó inoportuno el timbre del teléfono. Tenía las manos enjabonadas y mientras se las enjuagaba, más insistente se le hacía. Cuando respondió, escuchó una voz desesperada y poco entendible. Por fin logró reconocer a su amiga. Creyó que le hacía una broma, cuando entre sollozos, le dijo: tengo coronavirus.

Conocía a Elena, bromista por excelencia, y en ese momento solo atinó a decirle con voz molesta: tú juegas con todo. Del otro lado del auricular se hizo silencio. Pero pronto, escuchó unas palabras que la enmudecieron: No, amiga, nunca he hablado más serio.

En fracciones de segundos rememoró todas las conversaciones que habían tenido; los consejos que no fueron escuchados; cuántas veces la requirió por esas reuniones en su casa: para atenuar la soledad -le respondía- y continuaba con su juego de dominó entre risas. La consideraba parte de su familia, pero aun así, dejó de visitarla. Extrañó el "buchito" de café, las tertulias en la tarde cuando regresaban del trabajo. S e imponía ahora la distancia ante tanta negligencia.

Elena no respetaba las medidas, e incluso, en más de una ocasión se molestó por los llamados de atención. Todas sus frases se atiborraron en su mente:”…de algo hay que morirse, …es un catarro y solo se mueren los ancianos… no puedo vivir con miedo”.

Escucharla ahora tan indefensa y preocupada, la hizo sentir una mezcla de dolor y rabia. Aun así, se mostró solidaria para tratar de calmarla.

Pensó en todas las personas que día a día se están desgastando en esta batalla contra la COVID-19. Seres humanos que merecen nuestro respeto y, sobre todo, consideración.

En este país se han tomado medidas como en ningún otro y se ha hecho evidente el valor que se le da a la vida. Los valientes son quienes no andan desafiando un enemigo invisible. Seamos parte de la solución.

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