Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

En cualquier esquina de barrio usted puede preguntar: ¿Sabe alguien dónde venden café? y como lo más normal del mundo le responden: “Mire, en aquel edificio… o en aquella casa pintada de… o la que está frente al parquecito”. Siempre hay una señal identificativa. Y cuando usted llega al lugar señalado se da cuenta que algunas de las personas que caminaban delante se dirigían al mismo sitio e incluso, temerosa de ser timada, indaga por la calidad o procedencia recibe en muy buena forma explicaciones con frases cuasi convincentes: 

“No es de la shopping, pero tiene calidad”. Entonces quienes buscan el néctar de ese grano que permite disfrutar de esa bebida tan ligada a las raíces de los cubanos en lo cultural y tradicional, hace que uno cierre los ojos, compre, vuelva en un círculo de sacrificios que implica el pago de un precio multiplicado a “nivel Dios”, para satisfacer hábitos condicionados desde la familia.

Y a mí -que me gusta correr riesgos-; aunque de no gustarme (en este caso del café) perdería dinero, tengo que admitir que he repetido la compra. Pero lo que nadie responde es de dónde sale un café que se vende sin etiquetas, en sobres de papel o nailon, sin  ninguna información grabada, siquiera para saber cuántas onzas pesa. Pero ya este café (sin marca registrada) se puede comprar en los quioscos que están legalmente instalados en los barrios y nadie –insisto- sabe de dónde salió el proveedor que suministra. Tal vez me equivoque pero me atrevo a afirmar que la bebida nacional del cubano es el café; ese sorbo amargo, dulce, semidulce o muy dulce que la mayoría; por no decir todos, preferimos al levantarnos y que hace algunos meses no aparece en el mostrador de la bodega ni con etiquetas o sin ella y que en cualquier esquina o timbiriche podamos comprar.

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