Foto: Francisco Blanco

Cuando a mi vecina le dieron el subsidio, vio los cielos abiertos, por fin tenía la posibilidad de reparar su casa. Las visitas al rastro en busca de los materiales que le habían sido asignados se convirtieron en el pan nuestro de cada día para ella. La constancia le permitió avanzar, pese a las dificultades a las que se ha visto sometida la economía cubana por el recrudecimiento del bloqueo. Incluso cuando un devastador tornado puso a prueba la capacidad de la industria de materiales, los casos de subsidios siguieron teniendo prioridad.

Poco a poco fue levantando las paredes, las columnas, el arquitrabe. Comenzó a nacer el encofrado del techo, luego el encabillado y la colocación de la instalación eléctrica.

El 18 de enero dejó todo listo para fundir la placa al día siguiente, sacó los materiales para la acera. Un vecino le prestó un bombillo para alumbrar el portal al tiempo que acompañó a quienes le cuidaron los materiales durante una noche que, en par de oportunidades, los “amigos de lo ajeno” sondearon el lugar.

Mientras la noche avanzaba, en otra casa, se adelantaba en la confección de la caldosa que sería dada al día siguiente. Con el amanecer empezaron a llegar los constructores y “sus ayudantes”, la mayoría del barrio, y antes que el sol calentase el asfalto, y con más personas de la que ella misma hubiese imaginado, comenzó el trabajo.

Fue una carrera de relevo, cuando alguien iba a tomar agua, o café, otro ocupaba su lugar. Solo los responsables de la placa eran irremplazables. Cerca de las dos de la tarde terminó la fundición; abajo, proliferaban los rostros sudorosos, cansados, satisfechos. El barrio se había vuelto a unir, como otras tantas veces, como siempre hace falta ocurra, y con el apoyo de todos, le habían puesto un nuevo rostro a un pedacito de la ciudad. Hermosa forma de transformar entre todos el lugar donde vivimos para hacer, desde lo cotidiano, por La Habana lo más grande.