Conocía del otro lado de la solidaridad, ese que te mueve a actuar a favor de otro por la simple razón de saberte útil y porque no hay placer en el mundo comparable al de provocar una sonrisa.
Había donado muchas cosas: dinero, ropa, comida, incluso mi sangre, porque sufro de una irremediable empatía con el dolor ajeno, inculcada desde niña por mi familia. Pero nunca –afortunadamente,claro está– había estado de la otra parte, de esa que sufre, donde hay momentos inciertos y dudas y
luego levantas la cabeza y sigues adelante… valiente.
Por eso, el paquete de galletas me desconcertó. Llegó a mi casa junto a otras donaciones, mi abuela lo recibió y me dijo “toma, para ti”,
mientras ella clasificaba el resto. Y allí estaba yo, sosteniendoalgo que no necesitaba y podía haber comprado en la tienda de la esquina… y no entendía por qué,pero no podía dejar de mirarlo y llorar.
Y es que era más que un simple paquete y mucho más que galletas; era la preocupación de un desconocido; saber que alguien había pensado en mí, en nosotros;era no sentirse solo… y si algo tan pequeño pudo provocar tan grandes sentimientos, imagino la reacción de quienes lo perdieron todo y poco a
poco irán recomponiendo sus vidas, con la ayuda de la gente increíble y maravillosa que pensó en ellos, aun sin conocerlos.
Entonces, en nombre de muchos y casi sin palabras, a quienes donaron al menos un paquete de galletas: gracias, muchas gracias.