Foto: Ismael Batista Ramírez

Hace pocos días, de camino al trabajo, pasé por una pequeña escuela donde un grupo de niños y sus maestros presentaban un matutino. Quienes hemos tenido la oportunidad de enseñar en algún momento de la vida saboreamos ese dulce néctar que deja esta noble labor. Aún al paso de los años sabemos que por alguna calle o corredor, de la mano de a quien alguna vez le entregamos una gota de conocimiento, hoy se transforma en una célula indispensable de nuestra sociedad.

No existe un buen o mal maestro. Solo aquel que desinteresadamente se levanta un día con ansias de construir el futuro alimentando su arcilla fundamental, la enseñanza. Esta es una de las tareas más difíciles a las que desafié en esta vida, quizá por eso pocas veces siento temor al sortear los retos de una nueva empresa. Mi mente dice: si lograste cruzar el umbral de lo pupilos para devolver un poco de experiencia y conocimiento, nada te es ajeno.

En los ojos de aquellos niños volví a encontrar esa adrenalina heroica de quien siente que salva el mundo a través de libros y cuadernos. Cualquier derroche de agradecimiento por aquellos que a lo largo de nuestra existencia nos regalaron en letras, números o fórmulas, parte del ser humano que somos hoy, se queda pequeña. Por eso el día del maestro bien puede multiplicarse en cada sonido del timbre antes de acabar una clase y traducirse en un: muchas gracias. Quizá por estas fechas muchos de ustedes recuerden esas cosquillas del alma que solo se puede percibir de pie y frente a un aula repleta de esperanza.

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