
Durante todos estos años les he visto llegar. Los ojos abiertos, mirando en derredor con extrañeza, los brazos extendidos como si pudieran atrapar el rostro de quien los trae al mundo. Otras veces ríen sorprendidos. Es el primer contacto, el gozo del amor hecho realidad, el comienzo de una vida que depende de la familia.
He observado los rostros de los padres, estremecidos, pendientes del detalle, asustados, plenos de alegría. Puedo decir que muchos se quedaron en mis recuerdos. Incluso, algunos (conocidos) supe que aprendieron a lidiar con sus hijos antes de los primeros pasos. En medio de las urgencias de una madrugada o el olor característico que obligaba al cambio de pañales.
Incluso aquellos que se graduaron de “chef” y hasta de clown para lograr el propósito de enmascarar el medicamento o, sencillamente, no rechacen la fórmula de alimentación. Por supuesto, escucho también a los que piden “auxilio” a sus padres, justo cuando no encuentran la disyuntiva capaz de resolver un problema totalmente desconocido en el momento más inoportuno.
Padre no es cualquiera. Ser padre llena toda la palabra cuando deja de ser una forma de llamar o describir la paternidad. Es mucho más.
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