Foto: Ilustración: Marcia Ríos

La divinidad de los seres humanos se esconde en la profundidad de sus pensamientos, en su sentir y accionar por el bien común. Palabras como belleza o perfección, solo pueden volverse eternas en la práctica constante de la bondad y la empatía. Estamos en constante aprendizaje para vencer en la contienda del corazón sobre sus pequeños demonios.

Desde niños aprendemos sobre lo que está impuesto: bueno o malo. Primero te dicen sobre tus cabellos, rizos, lacios…, antes de referir pequeñas actitudes como el egoísmo. Nos vamos marcando a nosotros mismos en manadas, según etiquetas como: inteligentes, populares, estudiosos, abusadores y abusados. Muy pocas veces escuchamos la frase “las diferencias te hacen único y perfecto” y esto no es “psicología de bodega”.

A medida que la educación, la ciencia y el ser humano avanzan, desaparecen las fronteras que nos apartan y aprendemos a admirar lo que antes veíamos como un defecto. Es que crecer retando los límites puede empujarnos hacia el aislamiento y la soledad o a completar nuestras aptitudes. No es que debamos sufrir para ser mejores, pues el contexto ideal aún está lejos de ser una realidad y, aunque esas pequeñas cicatrices del alma nos hacen más fuertes, también borran sonrisas, esperanzas y posibilidades de confiar.

El padre, amigo, amor más cercano, no es aquel que no se equivocó, es quien ante las peores circunstancias te recordó cuánto te aprecia y ama. Vamos construyendo los manuales de convivencia y superación reconociendo que somos responsables de renovar la comunicación y el respeto cada día vivido.

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