Vivimos días de pandemia, de encierro doméstico voluntario, de cambios de horario y escenario, de acomodo de hábitos, de distanciamiento social, de teletrabajo responsable, en que compartimos y conversamos más en familia, aunque fuera de ella somos más precavidos y solidarios; días signados por la clausura temporal de unidades gastronómicas, paladares y centros recreativos.

Donde los altavoces y pantallas antes saturaban con un reguetón agresivo, en imágenes y decibeles, el ambiente; hoy se advierte inundado por un silencio delicioso, a diferencia del ingrato mutismo que ha traído el cierre de instituciones culturales y deportivas. Vivimos días en que circulan más vacíos los ómnibus por calles casi desiertas o solo transitadas por la imperiosa necesidad de una minoría.

Días como estos, diferentes por el ritmo que imponen las circunstancias, aguzan los sentidos. Porque hasta los más escépticos e irresponsables prestan atención a las orientaciones (aunque no siempre todos las cumplan) e, incluso, los más “indiferentes” siguen alarmados (debe ser) por las noticias. Son días en que el imprescindible nasobuco obliga a dirigirnos al otro mirándolo a los ojos, días de limitaciones impuestas por el peligro real de muerte a manos de un enemigo despiadado e invisible y, por eso, mismo más temido.

Días en que el alerta fraterno y el regaño amable que recibimos y damos se agradece y, es en días como estos, cuando imagino que muchos como yo, hayan podido detenerse a valorar lo vivido y cuestionarse el sentido de nuestras actitudes y acciones para pensar cómo queremos que sea el deseado regreso a la “normalidad”… ¿Qué tal si a la vuelta, incorporamos la descontaminación acústica, la disciplina social y la solidaridad, la reprimenda amistosa, la higiene previsora, la responsabilidad ciudadana…? ¡Seamos “un tilín mejores”!