Ilustración: Francisco Blanco

La ola de negocios gastronómicos privados (paladares) ha traído, junto a la siempre bienvenida diversidad de ofertas y el saludable rescate de una tradición de los servicios con nuevas opciones laborales, la tendencia a imponer prácticas ajenas a la costumbre nacional como la inclusión del 10 % del total de lo consumido en la cuenta a pagar por el servicio recibido, por concepto de propina.

Confieso que defiendo como hábito de buen gusto siempre que se pueda, y de mejor grado si es merecida, dejar “calderilla” para premiar el buen desempeño. Distinguir la excelencia del servicio recibido, catapulta la motivación del empleado y el interés por la eficiencia y perfección de su labor; pero no debe ser una camisa de fuerza capaz de elevar el precio y no, precisamente, la calidad.

Pero admitamos que en nuestro país la propina siempre fue, y sigue siendo en el subconsciente colectivo: “Agasajo que sobre el precio convenido y como muestra de satisfacción se da por algún servicio” o “Gratificación pequeña con que se recompensa un servicio eventual”, según define la Real Academia de la Lengua Española.

No hay suspicacia o malicia al creer que, en nuestro ámbito, la carga obligada de la “gratificación” (siempre disimulada en letra pequeña en el menú) busca, más que el deseo de motivar la excelencia, el de multiplicar –a toda costa– las ganancias del lugar o a quien le pagan para servirle. Gústele o no al cliente. Pero a ver…, díganme: ¿Se puede aceptar propina con escopeta?