En el medallero de los Juegos Olímpico de Tokio 2020 ya hay una presea cubana. No pudo ser de oro. Es de bronce y tiene mucho valor: hizo ascender a Cuba en el listado de países y alivió el pesar, por un revés anterior, de quien la cosechó, esa punzante desazón que queda cuando se tiene la certidumbre de que habría sido posible —pero no lo fue— subir dos escalones más en el podio.
El taekwondoka santiaguero Rafael Alba fue el protagonista. Tiene el indómito el mérito de que un combate perdido no lo derrotó. Del lógico desánimo bebió energías, ganas, fuerzas… Mostró, también, la cualidad de aprovechar de manera óptima una segunda oportunidad, esa que rara vez surge y, como rareza, sorprende.
Las circunstancias se aliaron con el cubano y él, agradecido, puso el empeño, dio el aporte decisivo. La opción de la repesca fue una suerte de regalo inesperado. Sin titubear, el titán oriental —ahora de bronce— se sirvió de su propia fortuna, desbordó su talento y venció 8-1 a Seydou Gbane, de Costa de Marfil, para después, con un 5-4, también imponerse, reñidamente, al chino Yongyi Sun, como paso ineludible para satisfacer su intención de llevar la bandera tricolor a una de las tres astas instaladas en la sala A del Makuhari Messe Hall.
Al instante, la tristeza de horas antes desapareció del rostro noble del gigante de más de 80 kilogramos. Llegó el regocijo y así lo expresó ante la prensa cubana acreditada en Tokio: “En estos momentos estoy muy feliz, luego de la terrible derrota que tuve en la mañana, y no es la medalla de oro que el pueblo esperaba de mí, pero fue un muy merecido bronce que me tiene muy contento”.
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