Tener en frente –solo medio metro de distancia– a Francisco Blanco Ávila, el creador de aquellos protagonistas Gordo y Flaco, delineados perfectamente sin más vestidos que sus figuras, detrás de un balcón típico de la urbanística habanera, tuvo el mismo impacto como si hubiera conocido a Miguel de Cervantes Saavedra (y me permito esta hipérbole) porque aprendí a dibujar historietas, impulsado por aquella fuerte motivación de entender cómo es posible crear momentos tan especiales de humor, mediante dos representaciones gráficas que nada tenían que ver con Oliver Hardy (Gordo) y Stan Laurel (Flaco), referentes de la comedia cinematográfica estadounidense.
De alguna manera, leímos a Blanquito (padre, el hijo también caza ratones y gatos, incluidos como hobby, aclaro en sentido de los caricaturistas) y aprendimos a conocer aquellas publicaciones casi leyendas y patrimoniales –si tenemos en cuenta la fuerte influencia de los cómics de factura estadounidense predominantes en la preferencia de los cubanos– cuando este criollo nos muestra cuánto podía sostener con su talento desde que le publicaron el primer dibuj(it)o, en la revista Fotos con una fecha tan lejana como 1948.
Luego entró en el staff del periódico El Mundo, en la responsabilidad de caricaturista editorial, a partir de 1960, con una Revolución ocupando espacios visuales, informando, denunciando (las agresiones de los yanquis) y mostrando al pueblo cubano los derechos a ser libres y soberanos, a través de esa fuente inagotable que es el humor, con una fuerza política increíble.
De ahí que resultó causal su entrada a la Agencia de Noticias Prensa Latina, fundada por el periodista cubano (por derecho y convicciones revolucionarias) y argentino, Jorge Ricardo Massetti, nada menos que en 1959.
En la historia debida (valga la redundancia) de los historiadores a las artes gráficas cubanas y la comunicación visual, durante la etapa inicial de la Revolución hasta la actualidad, las nuevas generaciones tienen derecho a saber quién fue el héroe de aquellas historietas humorísticas: Trucutuerca y Trescabitos y didácticas, entre las que destacan Matilda y sus amigos (la vaquita lista), cuando Fidel impulsaba la necesidad de fomentar una explotación racional de los suelos cubanos en función de alimentos, pastos y forrajes, con el propósito de incentivar los conocimientos sobre la ganadería lechera.
Otro de sus personajes resultó el detective Pol Brix contra el ladrón invisible, una necesaria contrapartida con el Dick Tracy, personaje de cómics Made in USA, en aquel proyecto de neocolonización cultural e intento de transculturación; a través de la visión norteamericana de los superhéroes. Tal vez, deberíamos rescatar una nueva edición de Los siete samuráis del 70, cuando la tarea principal se encaminaba a la zafra de aquellos años, en medio de los peores ataques y sabotajes, desde Estados Unidos, contra Cuba. De la mano de Blanco nacieron revistas que le debemos, en su ingeniosa larga data para hacernos reír, pensar y trabajar. Entre ellas Cómicos, Pablo y Mi barrio.
De este rotundo militante del Partido Comunista de Cuba que recientemente cumplió sus 90 años, queda mucho camino por recorrer de sus enseñanzas en el vínculo de la historieta con la historia necesaria. Busquemos entre sus libros, títulos como Pequeño mataburros humorístico ilustrado; El Caballero de París: la leyenda que camina; K-milo 100 fuegos, criollo como las palmas; Bolívar en Martí; y 5 años, 5 meses y 5 días; de estos, los tres últimos a cuatro manos con su hijo Francisco Blanco Hernández.
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