Foto: Oilda Mon

Solo ellas tienen el privilegio y la satisfacción de estar en nuestras vidas desde el primer instante, cuando apenas, diminuto punto, empieza la batalla por la vida. Escasamente eres, pero ya ha quedado claro que habrán de prodigar amor y defenderte, gustosas, a costa de su propia vida, llegado el momento.

Todos, absolutamente todos, precisamos de una madre. Marcan el punto de partida, con el hogar mejor, el vientre propio, que ofrecen –cálido y seguro- a un desconocido, que, no obstante, le roba toda la atención y le provoca una sensación de alegre euforia.

Luego enfrentan el dolor con serenidad y hasta con placer. Y basta el llanto que se abre al mundo para que desestimen agotamiento y molestias, apuren el beso primigenio y acurruquen en brazos del amor a la criatura dios (o diosa), a quien prodigarán la mayor y más sincera de las veneraciones; instante que marca la firma de un pacto de fidelidad eterna e incondicional.

Después sobrevienen madrugadas sin dormir y también otros desvelos; consejos, regaños y moldeos con nalgadas; cumpleaños, con fiestas y sin ellas, pero siempre con mucho amor como regalo. Y también, en todo momento, cobija y querer, a prueba de huracanes, incluso a veces, cuando era menester disimularlos, porque se imponía el requerimiento frente a la torcedura del camino.

Desgrano verbos y adjetivos abrumado por la certeza de que nada, ni acciones ni palabras serán lo suficiente para moldear el merecimiento justo. Inmensa e imprescindible, toda devoción, aunque vista con los rigores de las mejores maestras, a nombre de los hijos.

Eso es una madre. Quita miedos, regala razones, empuja, acompaña, se torna leona frente a las amenazas. Ora enseña y educa, con rudeza, ora se excede en la ternura y malcría, aun cuando peinemos canas y las arrugas adornen el rostro.

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Su nombre debiera ser MARAVILLA