
En la adolescencia vivimos con fuerza inconmensurable el fervor del primer amor. Luego, a lo largo de esos años, experimentamos las pasiones del cuerpo y el alma, nos decepcionamos, aprendemos y volvemos a amar. Es que este, el mayor de todos los sentimientos, nos domina en alguna de sus múltiples y divinas formas durante toda la vida.
Ya sea como el infinito amor maternal, el de un padre, los hermanos, abuelos o los hijos, aquel que se profesan los amigos verdaderos y así hasta niveles desmedidos aumentan las formas y cuerpos que adopta. Siempre mutante, dispuesto para alimentarse de lo que estemos dispuestos a darle para así sufrir de toxicidad o salud, respectivamente. Incluso cuando pensamos que se ha roto, nos da la oportunidad de enmendar nuestros errores y renace de sus cenizas.
Es que el polémico sentimiento que muchos añoran, otros esgrimen, y sí, también hay quien corre para escapar, termina afectando a cada persona. Pensémoslo como el instinto superior, esa cualidad que declara nuestra supuesta superioridad como seres humanos. En el momento que supere bajas pasiones lo mismo que la necesidad del poder –la apatía y el odio–, triunfará lo mejor que poseemos.
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