Foto: Tomada de Redes Sociales

Por estos días me asalta el recuerdo de aquel muchacho con la camisa a cuadros y pantalón azul que maduró con el deseo incontenible de sanar al mundo a golpe de teatro; inspirado por aquellas palabras que
escuchara del gigante de barba blanca, sobre el mágico arte de enseñar y su nuevo ejercicio de artistas instructores.

Muchos dudaron, algunos se fueron quedando por el camino, otros buscaron nuevas luces, pero aquellos que probamos la maravilla de enseñar, quedamos marcados por la nobleza.

Hoy el viento ha cambiado y aunque la vida me regaló nuevos universos llevo en mi pecho la marca de aquellos años. Las risas de los niños que cambiaban agradecidos el turno de matemáticas por el Taller, el reto de retomar la fuerza cultural con una brigada de instructores en la Lenin y demostrar a los jóvenes que el arte podía completar a la ciencia, tanto teatro y amor en la Casa de Cultura municipal y llevar todo eso a tierras lejanas.

Parece una vida entera, fue como vivir dentro de la esperanza que se asoma en las pupilas de una
generación. 

Cada vez que reencuentro algún compañero instructor de arte en la calle, en las redes sociales, no sé, vuelve toda aquella ilusión. Regreso al parque de la estrella, a los tabloncillos de las aulas de teatro, al malecón sin agua... No puedo escribir o hablar sin que salga a volar una gota salada, punta de tantas historias.

Por eso cada día es más necesaria la obra de los instructores de arte en nuestra sociedad, como dulce
aliento de pasión y futuro.

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