Hay en mi diaria rutina un momento mezcla de épicos detalles y popular sabiduría que continúa asombrándome. Aunque crecí en Centro Habana, epicentro para la convergencia de rutas de ómnibus, mi recorrido varía según los destinos que la vida impone. Mi ruta actual, por ejemplo, incluye a la 174 y al P2, por mencionar algunas de los cuales me transportan hacia determinado destino.

Digo todo esto y me asombra, pues a pesar de los años aún no domino el refinado arte de “montar”, esa técnica que descubro cuando voy en la puerta de la guagua y, sin espacio para un alpiste más, llegan desesperados dos, tres…, más personas y cual Houdini logran una verdadera hazaña contemporánea: brazos y piernas se flexionan desafiando las leyes básicas de la física, la mecánica y la biología, el conductor vocifera: “¡Cabe uno más, señores…, aprieten un poquito!”. La señora que tengo delante grita con voz fañosa que le acaban de sacar un cordal mientras flota hacia el asiento de impedidos.

Me quedan solo dos paradas. Al bajar me chequeo los bolsillos, la mochila, los dedos y hasta cada botón de la camisa. Me coloco los audífonos y continúo mi camino con una sonrisa de estupor, dulce masoquismo de esperar para ser machacado.

Siempre, esta cotidianeidad me entristece cuando comparto el transporte público con personas que acaban de salir del hospital, en silla de ruedas o muletas, de avanzadísima edad y no tienen otra opción que meterse en un acto mágico digno del señor Houdini.

Esos días mi expresión parece hacer tamborilear con los dedos algún poema triste, una tonada de lamento, y aunque son los menos, desearía que nadie tuviera que pasar por situaciones extremas con ese criollísimo sazón cotidiano: “¡Aprieta un poquito que caben más…!”.