Mi dispositivo celular, en su pantalla, anunciaba las 6:00 p.m. y me lancé desesperado hacia la parada con la acostumbrada incertidumbre. “Acaba de irse un P12 repleto, me voy caminando”, dijo en voz alta una estudiante de bata blanca, revelando la posibilidad de una larga espera. En varios grupos se apilaban los que tenían la opción de coger una máquina de 10 pesos o más… y, en el mejor de los casos, un rutero. Mientras, quienes albergábamos la esperanza de una guagua, nos ubicábamos en ese espacio intermedio donde los inspectores detenían autos estatales.

Muchos son los ejemplos que “llueven” en las redes sociales, artículos, comentarios de prensa y de boca en boca, sobre el servicio que esta opción de transporte público brinda; pero nunca lo había experimentado. Entonces un Lada azul se detuvo y desde el volante salió una voz: “¡Dos personas hasta Tulipán y Boyeros!”. Casi sin dar crédito me abalancé para confirmar la ruta y fue cuando el chofer agregó: “Señores, por favor, suave con la puerta; yo llevo a todo el que pueda, pero esta semana ya he tenido que ir al taller dos veces por los tirones, rayones y manijas rotas”.

Entré despacio y consciente de que en mi apuro-desesperación podía dañar un medio que, hoy, es de todos. A medida que la disciplina, el control y la sensibilidad ocupen a la mayoría (pasajeros y choferes), mejor será el flujo vial por nuestra Habana, real y maravillosa. Si bien nosotros los transeúntes vivimos cada día una nueva aventura para llegar seguros a nuestro destino, también los conductores de autos estatales cargan la inmensa responsabilidad de cumplir con su trabajo, ayudar al viajero y mantener su medio laboral (el vehículo) con la salud necesaria para continuar.