Timbres, colores y matices caracterizan la banda sonora de cada generación. Así, con la paulatina sustitución de la calidad de la voz humana -como instrumento sonoro- por la fuerza tecnológica; hoy de fondo afloran los tonos metálicos y sonidos artificiales. Hace unos días pasé por una esquina donde sonaba una canción noventera, la voz era la de Laura Pausini que, con cada nota, me hacía viajar hacia aquellos años de dulce- amarga adolescencia.

Muchos en la actualidad sobrevaloran la calidad de los productos musicales que consumimos. Emergen con efervescencia “artistas” de dudosas capacidades, quienes esgrimen su presencia en la escena nacional a golpe de autotune (procesador de audio usado, en grabaciones, para enmascarar inexactitudes y errores, bajo una afinación electrónica, mucho más precisa; además de crear efectos de distorsión vocal).

Foto: Francisco Blanco

Este fenómeno comenzó bajo las intenciones de experimentar, buscar nuevas sonoridades propias del Pop y obviamente asumido, para cubrir sus deficiencias, por un creciente ejército de cantantes mudos. No pretendo sancionar ni influir en el criterio de nadie, cada cual con su buen o mal gusto tiene el derecho a disfrutar de lo que decida. Por otro lado, la televisión y algunos programas donde se debería promover lo mejor de la música actual, muchas veces lideran criterios comerciales y ofrecen tratos ambiguos (enmascarantes) que dejan mucho que desear.

A todo lo anterior se suma el deficiente trabajo de instituciones que solo se mueven bajo las intenciones de monetizar. Prevalecerá el buen gusto cuando la variedad de información llegue de manera directa por la diversidad de canales que existen hoy para transmitir mensajes. Todo merece ser promovido y en consecuencia proveer a los públicos el derecho de escoger o no la mejor oferta musical.