
Hace pocos días en una reunión vecinal tuve la desdicha de presenciar la intervención de un individuo de convicciones religiosas donde afirmaba que las mujeres no deben actuar donde les toca a los hombres y viceversa. Tal aseveración vino de la frustración que sintió observando cómo se formaba una junta de vecinos en la que primaba el protagonismo femenino. Su desatino pronto fue abatido por el pequeño y cerrado ejército de amazonas; profesionales, militares, amas de casa, periodistas, todas jefas de sus núcleos, como afirmaban.
Historias como estas aún se repiten en nuestra cotidianidad, palabras de discriminación, de acoso y estigma para quienes no caben dentro de nuestros esquemas. Si cumpliste los 30 y aún no te has casado, “ajuntado” o peor, no tienes hijos, algo falla. Ni hablar sobre el tema de sexualidad, género e identidad, donde ya muchos aceptan, toleran, pero muy pocos respetan.
La dignidad humana va de mano con la posibilidad de ejercer el famoso libre albedrío. No sirve de nada que toleremos a nuestra jefa mujer, si a sus espaldas colocamos la pesa de que jamás podrá lograr lo que pudiera hacer un hombre en su cargo. Menos de que temamos por aquellos que amamos si no somos capaces de luchar a viva voz por su integridad.
Nadie debe ni merece ser víctima de los límites ajenos. Si no comprendes: lee, investiga, despójate de la comodidad de tu calzado lleno de privilegios, si te consideras tan normal, viste la piel de aquellos que hoy son señalados con desdén. Levántate por tu hija, por el vecino, por aquella hermana o ese que te roza de lejos el alma. Si entonces puedes bajar la piedra, abre tu corazón y prepárate para amarlo como a ti mismo.