Probablemente alguna vez nos hemos encontrado en la compleja situación de vernos atrincherados por personas que no respetan los límites. En una isla donde el verano pareciera ser la perenne realidad de sus habitantes, olvidamos, –al montarnos en la guagua, sentarnos en las butacas de un cine o teatro, hacer la cola del Coppelia, en fin...–, esa veta de sensibilidad y civilidad que nos caracteriza como seres racionales.
A cada paso nos asalta un codo extraño, o abraza una axila con sus respectivos aromas. También cuando hostilmente cualquiera va invadiendo nuestro espacio personal con palabras groseras y la total descortesía de negarnos un por favor o gracias.
No acudo a la trillada idea de que perdimos los valores, o que la juventud no tiene educación. Como joven comprometo mi día a día en el constante ejercicio de practicar la amabilidad, aunque muchas veces no sea correspondido, incluso por personas de la tercera edad.

Creo que lo importante más allá de las barreras generacionales y culturales es reconocernos como compañeros de camino en esta carrera a través de la vida. La existencia humana corre aprisa y con ella muchos se dejan arrastrar hacia parajes ásperos, violando términos tan simples como necesarios. Cada quien vive a su propio tiempo y no se debe pretender que los demás aceptemos maneras o desmanes a porfía.
Tomemos un instante para revisar nuestras acciones, desde los decibeles de la música que consumimos hasta el cómo pedimos un servicio con la debida cortesía. Habitamos un planeta que crece en sociedad, vivamos entonces con autenticidad y respeto.