Cuando el 11 de mayo de 1873 cayó en combate el Mayor Ignacio Agramonte Loynaz, en medio de la sabana de Jimaguayú, la causa de la independencia cubana perdió a uno de sus hombres más valiosos.
Al caer, con solo 32 años, ya era uno de los más prestigiosos oficiales del Ejército Libertador, en la llamada Guerra de los Diez Años.
Diestro en la esgrima, con verbo firme y decidido, tejió junto al inmenso amor por Amalia Simoni y los principios de independencia, una de las leyendas más trascendentales y hermosas en la lucha vital y necesaria contra el colonialismo español.
Alto, delgado, de tez pálida, con enormes energías concentradas que se dejaban ver en su impetuosidad. Así lo vieron Amelia Castillo y Manuel Sanguily, dos de sus más cercanos.
El Héroe Nacional Cubano, José Martí, dijo sobre él: “Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria; oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca de la limpieza del corazón: se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito; se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabía de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano…
“Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para acariciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era asó, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza”.
Ignacio Agramonte resultó el primero en proponer el juramento de Independencia o Muerte, cuando en tierras camagüeyanas fue fijada la fecha del alzamiento, poco tiempo después del Grito de Yara, proclamado por Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868.
Muestra de la firmeza y la entereza moral que lo caracterizaron son estas palabras suyas, pronunciadas en medio de dudas e indecisiones, el 26 de noviembre de ese mismo año: “Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan. Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas”.
Agramonte era un acaudalado abogado graduado en la metrópoli; sin embargo, no titubeó un segundo para vincular su vida a la causa de la independencia e irse a la manigua.
Poco a poco, en constante enfrentamiento a las posiciones débiles y a intrigas, dejó ver sus dotes de guía y jefe, corroborados después fehacientemente en la conducción de trascendentales combates como los de Ceja Bonilla, Altagracia, Puerto Príncipe, Buey Sabana, La Uretania, El Mulato o La Redonda.
Pero sin duda alguna, la acción que definió el enorme valor y audacia de El Mayor fue el rescate brigadier Julio Sanguily, en la cercanías del potrero Consuegra. Para la acción contaba solo con 35 jinetes. No obstante, no vaciló y atacó a la numerosa tropa española y logró una hazaña sin precedentes.
Los elevados principios que lo caracterizaron se definieron también en las actitudes y posiciones que mantuvo durante la existencia del Gobierno del a República en Armas o en las discrepancias tácticas o estratégicas que en algún momento lo enfrentaron a Céspedes, las cuales atenuó con su honestidad y claridad de pensamiento.
Pero Ignacio Agramonte no moriría aquel infausto 11 de mayo de 1873. El Mayor, como afirmara el destaco intelectual y revolucionario Raúl Roa, “resurrecto en su ejemplo, seguiría batallando en la manigua 100 años después”. Y todavía da batalla.

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Guiteras, hombre íntegro, de ideas revolucionarias, patrióticas y antimperialistas