El 8 de mayo de 1945 la Alemania hitleriana firmaba la capitulación incondicional y el 9, en la URSS, era declarado Día de la Victoria. El eje fascista Berlín-Roma-Tokio, había caído, y con ello se daba un vuelco extraordinario a favor del progreso y la paz en el planeta.

Cuenta la historia que una semana antes, en la madrugada del 30 de abril al primero de mayo, Melitón Varlámovich Kantaria y Mijaíl Yegórov colocaron la bandera roja de asalto del Ejército Soviético en el tejado del Edificio del Reichstag, en Berlín.

Casi nadie se acuerda de ellos, sin embargo, entonces  protagonizaron una hazaña que les hizo (felizmente) célebres, y la fotografía que inmortalizó el momento le dio la vuelta al mundo.

Primero introdujeron el mástil del pabellón en el orifico dejado por un proyectil en uno de los caballos de bronce que servían de adorno en la parte frontal del inmueble; pero ahí solo era visible desde un costado y Kantaria y Yegórov decidieron mudar el estandarte hasta el punto más alto de la cúpula humeante.

Hay otras versiones, que adelantan los hechos, nombran a otro protagonista y hasta dicen que del instante preciso no hubo retrato.

En realidad poco importa si en realidad fue esto o aquello, lo verdaderamente trascendente es que la citada imagen simbolizaba la derrota del fascismo nazi, y en consecuencia la salvación de la humanidad.

Con el concurso de los pueblos de casi todas las naciones del orbe, las fuerzas progresistas derrotaron a una filosofía de racismo y muerte, que había logrado cobrar mucha fuerza. Rodó por tierra la cabeza de lo que constituye, sin dudas, la forma más extrema de dictadura del gran capital, caracterizada por la exacerbación del nacionalismo, el aplastamiento de la democracia y el empleo de métodos abiertamente terroristas.

La humanidad se libraba entonces de un futuro de sometimiento y barbarie, que Hitler y su camarilla habían concebido para los pueblos no arios.

Sin ningún recato, el dictador alemán develó sus planes de conquista global e incluso lo hizo con una prepotencia mayúscula y demasiada altanería. En su demencial chovinismo llegó a decir: “…si no podemos realizar esta conquista, al parecer nosotros destruiremos medio mundo…”.

Para que se tenga una idea exacta del riesgo que entrañó y entraña el fascismo, mejor le ofrecemos una de las definiciones que Hitler hiciera de esa ideología:

“Debemos desarrollar la técnica de la despoblación… la eliminación de unidades raciales enteras… Yo tengo derecho a eliminar a millones de seres de las razas inferiores que se multiplican como gusanos”. Así pensaba el hombrín. De no haberlo detenido a tiempo, otra muy triste sería la historia.

Para llevar a la práctica sus caníbales propósitos ideó e hizo construir diabólicos métodos y horrendas máquinas de destrucción. La vida de decenas de miles de hombres, mujeres y niños fue apagada en los campos de concentración, camiones de gases, trituradoras de huesos. Hitler llegó a producir abono y jabones con los restos de los prisioneros asesinados, y hasta curtió sus pieles con fines industriales. A tal punto llegó el desprecio por sus congéneres.

Frenarlo le costó a la humanidad un precio altísimo. Los pueblos se vieron precisados a unirse y sacrificar a 50 millones de sus mejores hijos. La guerra duró cinco años y alcanzó tres continentes y 40 países.

En su discurso a las tropas, el 22 de agosto de 1939, el gran dictador alemán les decía: “¡…sed duros, no tengáis piedad! Actuad más de prisa y brutalmente que los demás… Es la manera más humanitaria de hacer la guerra porque intimida…”

Y lo más triste y tenebroso es que la doctrina fascista renace en los círculos de poder de la superpotencia económica y militar más poderosa que alguien haya conocido jamás.

Lo prueban los hechos: hay coincidencias en el hacer y decir del gobierno y los mandatarios estadounidenses. Solo es menester revisar y no se haría necesario hacerlo a profundidad, para encontrar innumerables ejemplos de su política intervencionista y amenazante. Como la Alemania fascista antes,  Estados Unidos quiere ahora implantar una tiranía planetaria, amparado en su enorme poderío.

Cuando allá por los años 60, vivimos los horrores de la agresión norteamericana a Vietnam, el destacado intelectual y analista cubano, para entonces canciller de la Isla, Raúl Roa, advertía, con toda la autoridad que le conferían su sapiencia y enciclopedismo, probados:

“De haber sido Dante testigo de ese monstruoso desafío al más elemental respeto al ser humano, en vez de imaginar el infierno lo hubiera copiado. Y, aun así, distaríamos mucho de expresar, en su brutal crudeza, un cuadro que, por increíble, traspasaba los límites de las más delirantes fantasías.

“Los crímenes… de Hitler palidecen ante estos crímenes… La única sanción que cabe es la destrucción del régimen social que engendra y reproduce a sus autores, cómplices y encubridores”.

Al respecto, solo sería preciso agregar que la historia de las criminales intervenciones yanquis con propósitos de conquistas no había empezado en Vietnam. También que tampoco terminaron cuando los anamitas les obligaron a retirarse con el rabo entre las piernas.

Es menester estad alertas, como nos sugiriera, el periodista y luchador antifascista checo Julius Fucik, en  urgente y agónica llamada de atención, al pie de la horca, por el bien propio y de la humanidad.

Vea también:

En Girón la Revolución demostró su fuerza y los mercenarios su incapacidad