Corre el 4 de marzo de 1960. Al igual que en otros muchos tantos episodios similares en la historia de las relaciones de Estados Unidos con el resto de las naciones del planeta, el imperio, como parte de su estrategia de intimidación, prepotencia y conquista, vuelve a lanzar uno de sus zarpazos tenebrosos, otra vez inclemente y pérfido.
Más de seis décadas después, a pesar de tanta sangre, luto, dolor y lágrimas de personas inocentes, los verdugos ni siquiera han dispensado una disculpa. A las 3:15 p.m. de lo que devendría viernes “trágico y amargo”, una explosión se dejó escuchar hasta en los más apartados rincones de los límites actuales de la capital cubana. En uno de los muelles, al oeste de la bahía de La Habana, estallaba, de camino a completar la que sería su travesía número 54, el vapor francés La Coubre.

Además de sus 35 tripulantes y algunos productos y valijas postales con destino a varias ciudades estadounidenses, México, Haití y la propia Cuba, transportaba cerca de 1 500 cajas de balas y granadas, a desembarcar en la Mayor de las Antillas.
Consumado el triunfo revolucionario, sus líderes y buena parte de la ciudadanía tenían pruebas de que, a la prepotencia yanqui, le era inadmisible aceptar un proyecto abiertamente popular y, en consecuencia, tomar providencias para defenderse constituía una cuestión de vida o muerte. A pesar de haber tomado las medidas de seguridad y realizar el proceso de trasiego y embarque del material bélico, bajo la mirada atenta y las estrictas indicaciones de experimentados hombres de mar y de una prestigiosa firma especializada en explosivos, aun cuando tampoco había ninguna posibilidad para que ocurriera el más mínimo accidente, de manera inexplicable, dos potentes detonaciones redujeron a un amasijo de hierros retorcidos la imponente estampa de la nave gala, y sembraron el dolor en el alma de la Patria de Martí, herida.

Todo muy bien calculado. Una primera explosión estaba llamada a destruir pertrechos y aniquilar a seres humanos como si fueran moscas, pero la segunda, cuando ya los bomberos y los habaneros, enardecidos, luchaban por rescatar a las víctimas y sofocar las llamas, abrigaba el propósito de multiplicar el caos y amedrentar tanto a los aprovisionadores de las armas como a los del patio.
Este acto terrorista de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) contra la Revolución cubana dejó casi un centenar de muertos –incluidos muchos desaparecidos–, provocó 400 heridos –algunos de ellos imposibilitados de por vida–, dejó a más de 80 niños huérfanos. La tragedia aconteció en el muelle Pan American Dock, el mismo sitio desde donde un día, en un gesto que los destinatarios parecen haber olvidado, partieron hombres, melaza, fondos monetarios hacia lo que hoy es la gran nación norteña, en ayuda a los patriotas que luchaban por la independencia.
Quisieron aterrorizarnos, y los cubanos, como en Alegría de Pío, volvimos a proclamar que aquí no se rinde nadie. Y en el multitudinario entierro de las víctimas, un gigantesco coro, a una sola voz, secundó la consigna enarbolada por su líder: “¡Patria o Muerte!” Más que todo una disyuntiva, eterna e insobornable, antepuesta frente a quienes abrigan desafueros arrebatadores o pretensiones de vueltas al pasado, y se valen de engañosas maniobras.
Otras informaciones: