Esta tarde, abordé el ómnibus 5223, que cubría la ruta 174.

La monté en la parada del Habana Libre, para dar la vuelta y usarla en su retorno. Era así como me acercaría a mi destino.

Al llegar, por respeto a las personas que me antecedían en la parada inicial, nos bajamos para hacer la cola, y volver a montarnos. Es lo debido, lo correcto.

Sin embargo, 4 sujetos pagaron para quedarse sentados, sin hacer la cola. Una señora con bastón convenció al chófer, y 3 mujeres jóvenes también se subieron y ocuparon asientos, antes de llegar la 174 a la primera parada.

Subimos. Mi esposa, mi hijo (3 años) y yo.

Poco me hubiera importado si no fuera por el hecho de que sólo había un asiento para impedidos, bien ocupado.

Nos vieron pasar, viraron los rostros.

Llegué a la segunda mitad, después de la puerta "del medio". Faltaban los dos asientos que quedan detrás de la puerta. Ahí me paré con mi hijo. Había 8 asientos, 6 de ellos, ocupados por hombres, incluidos los que pagaron extra. Mi hijo les quedaba de frente. Ninguno se dignó.

Al otro lado, de 11 asientos, otros 4 también tenían a hombres que los llenaban, y, al vernos, concentraron sus pensamientos en el exterior de la guagua.

Viajamos de pie, esposa, niño (3 años, repito), y yo (el que menos importa en este caso).

Dije lo que debía. Le enseñé a mi hijo lo qué es no ser hombre, humano. Él, probablemente no entendió qué pasaba.

A veces jode ser honesto. Creo me molestaría más no serlo. Mi hijo se hizo, pienso, un poco más grande.

(Tomado del perfil de Facebook de Mario Herrera)

Ver además:

Crónica de un día cualquiera