Cinco de la mañana. La ciudad aún bosteza y se despereza entre sombras, pero en un rincón de esta ciudad, tres almas ya están despiertas, tensas como arcos listos para lanzar sus flechas humanas. Ayer hubo reposo y estiramientos; hoy, sudor, asfalto y gloria.

El aire, espeso aún de silencio, se rasga con la primera campanada. El sol apenas asoma y ya el sonido de cientos de pies sacude la capitalina Ciudad Deportiva. Comienza la Carrera por la Amistad y la Paz Mundial. Diez kilómetros que son historia, sacrificio, promesas, músculos encendidos.

Desde mi puesto —cámara en ristre, ojos alerta— los veo perderse con la marea, como si el tiempo se quebrara en tres fragmentos nítidos. Corren, y mientras el clic de mi obturador late al ritmo de sus pisadas, yo me adentro en sus pensamientos. O intento hacerlo.

Foto: Boris Luis Cabrera

Kevin roza los treinta y va ligero, con la elegancia de quien ya conoce el cansancio y lo ha hecho su amigo. Es triatleta, curtido en lides mayores, y hoy no corre por podios: corre por respeto. Respeto al camino, a sí mismo, al ejemplo que encarna. Se sabe guía, referencia, brújula para el más joven que lo sigue con hambre de hazaña.

Boris, ocho años menor, es aún una promesa con cuerpo de presente. Se desliza con la naturalidad de quien ha hallado su elemento. Su mirada, centrada, desafía las curvas de Vía Blanca, el empuje de Palatino, las exigencias de Santa Catalina. A cada zancada, una conquista, a cada vuelta, menos distancia con ese hermano que admira sin necesidad de palabras.

Foto: Boris Luis Cabrera

Y ella… Ella es fuego y voluntad. Evelyn, la mujer que fue volcán sobre ruedas en las pistas de patinaje artístico, que supo lo que era la plata en un podio nacional, y que hoy —convertida en profesora de aeróbicos, madre, compañera— ha vuelto al ruedo.

La fuerza en su mirada no miente. Su rostro, bañado de sol y sal, grita libertad. No corre para ser la mejor, corre porque puede, porque quiere, porque nada en ella se ha rendido jamás.

Foto: Boris Luis Cabrera

Tres vueltas. El circuito gira como un destino trazado. Algunos se detienen, otros trotan, pero ellos —lo veo así— vuelan. Vuelan como si el aire los conociera y no pudiera negárseles.

Mi lente tiembla bajo el calor y la emoción. Capturo el instante: las gotas resbalando por la frente de uno; la sonrisa entre jadeos del otro; los ojos encendidos de ella. Hay medallas al cuello, pero lo que importa está más allá del metal.

Lo que importa es que llegaron, que corrieron juntos, que vencieron; como lo hacen cada día cuando madrugan para entrenar, cuando cruzan la meta invisible del compromiso, cuando dan lo mejor de sí sin esperar más premio que el gozo de cumplir sus objetivos.

Y al final —cuando la última foto ya reposa en la memoria de mi cámara, cuando la sombra de los árboles comienza a estirarse sobre el pavimento caliente— crece mi orgullo por mis hijos y mi esposa.

Y yo, apenas un testigo con una cámara, tengo el privilegio de eternizar este instante. Porque el corazón también dispara. Y esta vez, lo hizo en ráfaga.

Ver además:

Vuelta al ruedo