Cada año, antes del primer lanzamiento de la temporada, comienzo a escribir la misma historia con el corazón latiendo: «Industriales campeón», tecleo como quien garabatea una oración en una pared agrietada. No es periodismo. Es fe.
Al comienzo de cada campaña, cuando se publica la nómina y veo los nombres —algunos de regreso, otros por primera vez— me convenzo de que esta vez la historia tendrá un final azul.
«Ahora sí», pienso, y comienzo a escribir, en secreto, la crónica perfecta. La que sueña con contar la resurrección del equipo más amado y odiado de Cuba, ese que viste de gloria y nostalgia las letras góticas que lleva en el pecho.
Pero llevo quince años guardando esas páginas en un cajón invisible, quince años en que la ilusión se me escurre entre los dedos como arena vieja, sin carnaval, sin sirenas de victoria, sin una Habana desbordada de júbilo. Tres lustros en que el rugido se apaga antes de convertirse en leyenda.
Esta vez tampoco fue distinto. Fueron los Tigres, implacables, los de siempre, los que vienen del centro con su zarpazo certero y nos devuelven al silencio del Latinoamericano, al silencio de toda la ciudad. Silencio azul. Silencio que duele.
Esta temporada, como todas, parecía distinta. Industriales se veía fuerte, entero, con el linaje intacto bajo la gorra. Pese a las ausencias —siempre las hay, como heridas abiertas por la emigración o contratos que roban a nuestros mejores hombres—, el plantel parecía una promesa.
Dos ex Grandes Ligas, un toletero curtido en AAA, veteranos con cicatrices de mil batallas, tres lanzadores del equipo Cuba, un receptor probado y el cerrador que más veces ha bajado la cortina en la historia del béisbol cubano. Era un equipo para soñar. Y yo soñé.
Soñé con fuegos artificiales sobre la bahía. Con una Habana enloquecida, teñida de azul. Con el rugido de los Leones sacudiendo los balcones de Centro Habana. Soñé con escribir, por fin, la mejor crónica de mi vida.
Pero desperté, otra vez, frente al silencio. Frente a los Tigres, esos que conocen nuestros puntos débiles. Bastaron cinco juegos, cuatro zarpazos y se apagó el estadio. El coloso del Cerro, que alguna vez pareció inmortal, cerró sus puertas como un mausoleo.
Ciego de Ávila volvió a ser el verdugo. Como lo fueron antes los Leñadores, con sus hachas de sentencia; los Alazanes, galopando sin piedad sobre nuestros sueños; los Vegueros, esos fantasmas de tabaco y acero. Siempre alguien nos detiene, siempre alguien convierte nuestra promesa en epitafio.
Yo, mientras tanto, vuelvo a guardar la crónica en ese cajón invisible donde duermen las esperanzas rotas. No habrá párrafos sobre una Habana campeona. No escribiré sobre abrazos interminables ni sobre niños ondeando banderas en la acera. No narraré los besos al trofeo, ni las lágrimas de gloria. Esa historia, un año más, no nos pertenece.
Pero como cronista, escribiré otra vez. Aunque sea para otros. Para esos Tigres despiadados, o para los Leñadores que nos cortan la respiración. Porque el deber me obliga, pero el corazón me traiciona. Y mientras escribo sobre ellos, mis palabras gotean azul.
Porque esta crónica, la que siempre sueño y nunca termino, aún vive en mí. La escribo cada año con la esperanza intacta, aunque cada temporada termine con el mismo acto final: el de borrar. Borrar el título soñado. Borrar los fuegos artificiales. Borrar la Habana festiva que nunca llega.
Volveré a escribirla. Porque esa crónica, aunque nadie la lea, aunque nunca se publique, es la forma que tengo de seguir creyendo. Y mientras exista esa esperanza, por mínima que sea, seguiré tecleando con el alma.
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