Ella siempre está ahí en las gradas aunque nadie la vea. Está detrás de cada ponche que él propina, de cada batazo que conecta, de cada atrapada fenomenal.

Ella se mueve por los pasillos, es parte de ese coro gigante que vibra entre congas y cornetas, aparece en la banca y lo hala del brazo cuando el sol tropical o las malas rachas le han doblado las rodillas.

Nunca falla. No necesita pedir tiempo para ir a besarlo en medio del partido, ni para susurrarle palabras mágicas al oído cuando está en la caja de bateo, porque es tan esencial que es invisible a los ojos.

Está siempre en las reuniones antes de los partidos junto al director del conjunto, con esa mirada dulce y fuerte, vigilando. Dicen que la han visto debajo de las almohadillas, en el viento, y hasta en esa lluvia que cae de pronto para sellar esos duelos adversos a mitad de temporada.

Él la lleva adentro, debajo de esa chamarreta que defiende a diario, porque después de una mala jornada cuando todo se oscurece y los gritos de los malos fanáticos desde los graderíos le provocan un frío en los huesos, su calor lo mantiene en pie y su voz es como un brebaje divino que levanta muertos.

Él la lleva en su bolso en esos viajes largos, como un santo amuleto, y la acaricia como a una lámpara maravillosa con la esperanza que un día salga el genio de su alma a concederle esos deseos, donde se imagina corriendo por el diamante con el uniforme de las cuatro letras en el pecho.

Ella no solo lo trajo a este mundo, lo llevó al terreno cuando apenas levantaba unas cuartas del suelo, se quitó la piel muchas veces para arroparlo, y lo inyectó de motivaciones sin tener garantías a mano, en medio de las tormentas diarias de la vida, de terremotos económicos, y de esos prescindibles amigos que jamás luchan ni se entregan.
Este domingo estará feliz porque lo tendrá de vuelta en casa gracias a la maratónica doble cartelera del sábado. A ella no le interesará que se hayan roto rotaciones de pitcheo y a él le importará poco el esfuerzo que tendrá que hacer, porque recibirá el premio de su presencia física y eso vale más que cualquier victoria o campeonato.

Ese día se pactará una tregua en esta batalla final de la Serie Nacional, y en lo más alto de los estadios ondeará una bandera blanca por primera vez en la temporada. El día de las madres es sagrado, y mientras los aficionados estallan en adjetivos al no concebir un domingo sin béisbol, ellos dos se fundirán en un abrazo largo y agradecido que reventará pasiones. Nos vemos en el estadio.

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