Hace poco más de 15 días —cuando el calendario de los XXXII Juegos Olímpico de Tokio aún no había llegado a su segunda semana— estuve a punto de escribir un comentario para los fieles lectores de esta sección deportiva.
Me movía más la nostalgia que el propósito de hacer comparaciones inexactas. Confieso que ni siquiera me propuse investigar sobre mi “hipótesis”. Cada palabra, cada letra iba a nacer de mis recuerdos. Vivencias intactas de mi memoria (y de la de muchos) con una nitidez que envidiarían los más modernos formatos de video, con todas sus “K”, sus “H” y sus “D”.
Mientras cualquiera podía afirmar que toda la acción ocurría en la capital japonesa, yo me trasladaba —como si tuviera a mi disposición una muy eficiente máquina del tiempo— a Montreal ´76, Moscú ´80, Barcelona ´92, Atlanta ´96, Sídney 2000… y a muchos otras fechas y lugares, incluso, de eventos con menos glamour.
Una y otra vez, mi natural “reproductor de imágenes” me proyectaba a Iván Pedroso superando en el último salto al anfitrión Jai Taurima en Australia, a Alberto Juantorena imponiendo elegancia y estilo para vencer en Canadá hace 45 años, a las Morenas del Caribe superando muchos escollos para convertirse en tricampeonas olímpicas, a los equipos de béisbol regalando emociones con amplios marcadores o remontadas épicas… a boxeadores, judocas, atletas de campo y pista, esgrimistas, ¡nadadores!, que a su talento y entrega le sumaban la mágica convicción de que eran potenciales medallistas, aun antes de serlo.
A ninguno le interesaba más lucir como un campeón que ser un campeón. Lo eran, incluso, en el fracaso. Las lágrimas afloraban cuando la derrota había sido inevitable. El honor deportivo, la grandeza, no los abandonaba ni en los peores momentos o, justamente, en esas circunstancias salían más a relucir.
De todo eso y más yo quería escribir un comentario… Pero un instante de gloria me cambió la intención: sucedió el 2 de agosto y —para bien mío— renovó mis vivencias y trastocó esperanzas por certezas.
El acontecimiento que me hizo cambiar de idea ocurrió en la lucha greco. Un muchacho con quien no contaban especialistas ni aficionados tuvo a alguien muy importante, decisivo, que sí visualizó su triunfo: el habanero Luis Alberto Orta, de la división de los 60 kilogramos, creyó en sí mismo… y eso le bastó.
Para satisfacción de todos; entre quienes nos incluimos algunos complacidos, otros complacientes y muchos más; Orta, debutó en Juegos Olímpicos de manera impetuosa. Pocos para escalar a lo más alto del podio dejaron en el camino a hombres de tanta alcurnia. Sus rivales tenían vasta experiencia en mundiales y varios de ellos fueron campeones o subcampeones a ese nivel.
No obstante, ya sé… les debo un comentario. Solo he de esperar una nueva visita de la nostalgia. Ah, y un detalle más: que no venga alguien tan irreverente como el luchador capitalino a difuminar mi añoranza o a desvirtuar mi visión a través del tiempo con el sublime centelleo de su novísima medalla dorada.
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