Cayeron las cortinas que anuncian el final de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 y la delegación cubana, la más reducida desde la versión de México 1968 con apenas 69 deportistas, superó su actuación de la pasada cita estival de Río de Janeiro.

Después de estas largas madrugadas vividas en medio de pandemias y crisis económicas, de ser testigos de momentos irrepetibles protagonizados por los atletas cubanos en aquellas lejanas tierras asiáticas, y de tantas palpitaciones excesivas nos ponemos de pie y los ovacionamos hasta reventarnos las manos, en acto agradecido por sus tremendas hazañas.

Foto: Roberto Morejón

Más allá de fríos pronósticos vencidos, de análisis y resultados, de opiniones diversas y de añoranzas por tiempos pasados cuando nuestro deporte disfrutaba de mayores supremacías, hay que aplaudir a esos atletas que llevan con orgullo las cuatro letras en el pecho. A los campeones, a los que se quedaron a las puertas del podio, a los que se lesionaron antes de la competencia, y a aquellos que llegaron último a la meta.

Hay que batir palmas por todos esos mortales que se han levantado por encima de tantas dificultades y carencias individuales, para salir a buscar la gloria olímpica y el respeto de esta isla. Por esos que se entregan a entrenamientos prolongados bajo precarias condiciones y renuncian a una vida normal, alejados tanto tiempo de sus seres más queridos.

Hay que aplaudir muy fuerte a esos que lloran de vergüenza en el ruedo cuando son vencidos, y a los que llevan la bandera de una sola estrella ondeando en lo más alto de sus deseos y batallan hasta el último aliento para que nosotros, desde la distancia, saltemos eufóricos de nuestros asientos.

Aplausos prolongados para todos esos que luchan con las herramientas que tienen disponibles y nunca sacan la bandera blanca en los terrenos, a esos que levantan orgullos nacionales y nos arrancan lágrimas, y a los que se esfuerzan al máximo para conservar nuestro prestigio en el mundo.

Algunos los critican cuando quedan por debajo de las expectativas sin saber que llegaron allí corriendo en pistas áridas desde pequeños, disparando sin balas, entrenando con escasos recursos, aprendiendo técnicas de combate en suelos de cemento, o pasándose implementos deportivos individuales de mano en mano en hermandad eterna.

Por eso hay que aplaudirlos hasta reventarnos las manos, más allá de medallas y de lugares alcanzados, de vaticinios cumplidos y derrotas dolorosas. Hay que venerarlos en nuestros altares porque ellos representan la esencia de nosotros mismos, nuestro espíritu de lucha, y nuestras más puras tradiciones.

¡Gracias campeones!

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