Ella se levantó temprano para hacer un desayuno especial por el día de los enamorados en medio de
sentimientos encontrados. El traje azul está colgado en una esquina y él duerme en casa por primera vez
en varios meses.

La piel de león la dejó en el terreno después de la derrota y llegó a casa arrastrando los pies con la mirada perdida y el ánimo a la altura de los tobillos.

Ella estuvo toda la madrugada curándole las heridas y sacudiendo el polvo de su alma triste y avergonzada, pero por primera vez en meses él durmió tranquilo sobre unas sábanas tibias bajo la luz de ese amor que tanto necesitaba.

A ella nadie la conoce, siempre ha estado allí oculta entre la muchedumbre que colma los graderíos del estadio, atenta y expectante en cada turno al bate y cuando sus rivales golpean la bola hacia la posición que él defiende.

Se exalta como todos cuando él saca una esférica del parque o cuando su equipo vence a los contrarios y sufre en silencio con esos abucheos infernales que los fanáticos escupen cuando falla en momentos claves del partido.

Ella suspira ahora cuando lo ve allí dormido en su desnudez atlética y recuerda esas giras interminables
donde ella, sentada en su agonía, tejía su esperanza como una Penélope de estos tiempos.

La mujer del pelotero no aparece en reportajes ni en crónicas deportivas, pero es un jugador más en el terreno. Siempre está allí como un ángel invisible a nuestros ojos recolectando motivaciones y esparciéndola en el campo de juego, apoyando con una pasión delirante al hombre de su vida con la espada afilada para cortar el marabú que siempre sale en la mente de los atletas en medio de la competencia.

Ahora todo terminó. Él está de regreso y dentro de unas horas, quizás minutos, despertará por el bullicio
de su hija corriendo por la habitación, por el olor del café recién hecho, o por los besos de ella sobre su anatomía. 

El campeonato acabó para él, pero para ella no importarán medallas, trofeos, títulos ni coronas nacionales.

Solo el placer de darle continuidad a ese amor casi salvaje que una vez nació cerca de un terreno de pelota y cada año crece más en medio de las tormentas de las campañas beisboleras.

Ella vivirá su postemporada al límite, aprovechará cada minuto como si fuera el último de su vida y abrirá
las ventanas de par en par para que el amor de ambos respire sin dificultad, mientras dobla el traje azul
y lo guarda con una suavidad impecable en una gaveta hasta la próxima contienda.

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