El nombre que nos designan los padres al nacer se convierte en una parte esencial de nuestra identidad, además tiene un impacto directo sobre cómo nos vemos y no solo repercute en nuestra autoestima, también en nosotros mismos.

Puede convertirse en un indicador superficial que determina cómo se percibe a una persona, sin importar lo que realmente representa.

La relación que mantenemos con el nombre que nos asignan en nuestra infancia, mas tarde influye en nuestras interacciones sociales, en la forma en que nos adaptamos a diferentes contextos y, en muchos casos, en la manera en que nos definimos como personas.

Podemos sentirnos complacidos con el escogido o no, afortunadamente la relación con nuestro nombre no es estática.

La psicología nos recuerda que el nombre no es solo una etiqueta externa, sino una parte integral de cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos debemos proyectar hacia el mundo.

Esto ha variado a través del tiempo, antiguamente se escogían por el santoral según la fecha de nacimiento, más reciente por nombres artisticos, o por otros temas pero pensemos los padres para no fracasar en escoger el indicado y nuestros hijos nos lo agradecerán en el futuro.

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