La Compañía de Ballet Laura Alonso alzó el telón para presentar su tan esperado debut en Giselle, cumbre del ballet romántico. La función transcurrió en una atmósfera peculiar. Las butacas, testigos habituales de llenos absolutos, dejaban ver algunos espacios vacíos, recordándonos que la normalidad aún es un camino por recorrer.
Fue en este marco íntimo donde bailarines jóvenes, ávidos por conquistar su primer gran desafío, y figuras experimentadas, dueñas de una técnica depurada, subieron a escena para tejer una misma historia de amor, traición y redención. Juntos, no solo interpretaron la tragedia de la joven campesina que muere, sino que demostraron la resiliencia del arte, uniendo generaciones en un esfuerzo común por mantener viva la magia de la danza.
La función del viernes contó con un reparto mayormente joven. El rol titular de la dulce e ingenua campesina estuvo a cargo de Alejandra Rodríguez, quien encontró un partenaire en el también bailarín de la compañía Paul García para dar vida al noble y atormentado Albrecht, Duque de Silesia.

La trama trágica se tejió con las sólidas interpretaciones de Pablo González como Hilarión, Lourdes Álvarez en el papel de Bertha, madre de Giselle; y la actuación especial de la actriz italiana Francesca Prandi como Bathilde.
Completó el cuadro principal Haden Pérez con una imponente caracterización de Myrtha, la Reina de las Willis.
El primer acto transcurrió con un cuerpo de baile que, en ocasiones, se limitó solo a marcar los pasos, evidenciando un notable nerviosismo “comprensible” para una función de debut. En este contexto hizo su entrada Giselle, con una presencia menos risueña. Posteriormente fue incorporando esa sonrisa radiante y la mirada de quien busca disfrute y libertad. La bailarina logró paulatinamente reflejar con convicción la nobleza, alegría y pasión ingenua de la joven.

Por su parte, Paul García (Albrecht) en sus primeras intervenciones lo mostraron con una actitud un tanto tímida. Esta aproximación inicial fue transformándose a medida que avanzaba la trama. Poco a poco, García logró despojarse de esas afectaciones para mostrar un personaje más sólido y orgánico, permitiendo que la vulnerabilidad y el drama ganaran protagonismo.

El segundo acto de Giselle, ambientado en el bosque donde habitan las Willis, se demostró la madurez y solidez del cuerpo de baile, integrado, entre otras, por una decena de estudiantes de 3er año de la Escuela Nacional de Ballet Fernando Alonso (ENBFA). Las bailarinas, encarnando a los espectros de las novias abandonadas, se movieron con una buena precisión, creando bloques de movimiento homogéneos y atmosféricos que podían sumergir a los presentes en el mundo sobrenatural.
Fue en este entorno donde la protagonista hizo su entrance. Lejos de cualquier exceso, su aparición fue sencilla y sobria, subrayando la transformación de la jovial campesina en un alma en pena. Cada mirada perdida transmitió una tristeza etérea, aunque poco delicada en ocasiones durante el acto final. En contraste, la aparición de Albretch estuvo cargada de desesperación terrenal. Sus entrechat six no fueron solo un alarde de virtuosismo técnico, sino la expresión física de su angustia: se percibía el ímpetu de un hombre que baila cansado, acosado por el remordimiento, pero con la firmeza de quien no se quiere rendir ante su destino fatal.
En la parte final del acto, la complicidad entre Giselle y Albretch ya no era la de dos jóvenes que se amaban, sino la de dos almas destinadas a la separación. En cada apoyo, en cada mirada sostenida, los bailarines lograron hacer visible la aceptación de un amor que solo puede consumarse en la despedida. Fue un momento de una belleza, donde la danza logró expresar lo inefable: la dolorosa calma de un adiós eterno.
Patricia y su locura
La función del sábado presentó un reparto principal de lujo, encabezado por Patricia Hernández en el rol titular y Abraham Quiñones como Albrecht. Les complementaban Laura Alonso (Bertha), Helson Hernández (Príncipe de Courtland) y la primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba, Sadaise Arencibia como Bathilde.

Desde el primer acto, Patricia Hernández encarnó una Giselle que transitó con convincente naturalidad por la felicidad ingenua, la picardía campesina y el romance, para luego mostrar la fragilidad que define al personaje. Se percibió en su interpretación una juventud trabajada, inherente a la edad de Hernández, lo que añadió verosimilitud a la tragedia. A su lado, Abraham Quiñones, su partner , demostró no solo su técnica depurada sino también algunos dotes actorales, plasmando con gestos y movimientos la dualidad de un duque que se envuelve en una farsa para conquistar a una campesina.
El cuerpo de baile mostró una notable evolución respecto a funciones anteriores, luciendo más organizado y cuidadoso con la sincronización y continuidad de los movimientos. Cada integrante logró forjar una personalidad propia en escena, creando una aldea llena de vida, fruto de aquel minucioso trabajo de caracterización que el cineasta Enrique Pineda Barnet realizó para su adaptación fílmica en 1964.
Las variaciones alcanzaron una paridad excelente. Los saltos masculinos fueron ejecutados con una potencia y limpieza casi perfecta, mientras que las variaciones femeninas tuvieron precisión y fluidez.

El clímax dramático del primer acto, la escena de la locura, fue conmovedor. Hernández ofreció una actuación dolorosa, donde su mirada perdida, su risa quebrada y su gestualidad transmitieron la profunda fractura interna de un espíritu roto, con una sensibilidad palpable. El ambiente de tristeza colectiva fue perceptible, con una complicidad general que elevó la intensidad del momento.
En especial, Laura Alonso, como Bertha, construyó desde su primera aparición una madre preocupada, con gestos sencillos pero elocuentes que reflejaban su constante vigilancia sobre los impulsos de su Giselle. Durante la locura, su desesperación fue contenida, pero intensa, con un llanto silencioso y miradas al vacío que expresaban una angustia elegante y devastadora. La conexión entre Alonso y Hernández reflejó una sincronía emocional.

Mención aparte merece Sadaise Arencibia (Bathilde), quien, con una gesticulación magnífica y una presencia escénica rotunda, demostró su versatilidad al transitar con igual convicción por la nobleza de una princesa, que por la picardía de una Kitri en Don Quijote.

El entrance de Giselle en el segundo acto fue impecable, destacando por una inclinación de torso excelente y un sólido attitude derrière que dibujó la figura espectral de una willi. Durante el pas de deux, la pareja se movió con delicadeza, compartiendo el espacio escénico con una respetuosa sincronía. Abraham Quiñones, como Albrecht, mostró una ejecución contenida; sus saltos fueron cuidadosos, con unos cabrioles dobles bien definidos. Por su parte, los entrechats de Hernández fueron ágiles y luminosos, con una colocación de brazos que transmitía una etérea fragilidad. Cada leve movimiento de cuello y su expresión serena completaron la transformación en un alma resignada a dejar morir a su amado.
La función del sábado cerró así, dejando en evidencia una interpretación redonda, donde el virtuosismo técnico y la profundidad dramática fueron de la mano para conmover a los presentes.
Durante las presentaciones, dos personajes no tan secundarios cobraron una perfección asombrosa, ganándose en repetidas ocasiones las ovaciones de un público mayoritariamente conocedor. Uno de ellos fue Hilarión, interpretado por Pablo González, quien logró una caracterización de lujo. El joven bailarín no solo ejecutó sus pasos, sino que también creó una atmósfera de palpable tensión, especialmente poderosa en el segundo acto, cuando el escuadrón de willis lo obliga a bailar hasta morir. González defendió el personaje con una gesticulación y un lenguaje no verbal excepcionales, haciendo comprensibles sus mímicas y poniendo sobre la mesa, con crudeza y verosimilitud, todo lo que un humano es capaz de hacer por un amor que no le corresponde. Pequeños detalles, como la terminación y colocación de la cruz sobre la tumba de Giselle, le otorgaron una profundidad y un entendimiento mayor al contexto dramático.

Por otro lado, una intérprete de Myrtha debe proyectar, ante todo, autoridad absoluta y una frialdad implacable. Es la reina de un mundo etéreo pero despiadado. Sin embargo, detrás de esa fachada de hierro yace un profundo dolor que motiva su crueldad. Esto y más logró reflejar la bailarina Hadén Pérez durante su noche de viernes y sábado.

Su mirada fue penetrante, dura y gozó de una concentración feroz. Con sus gestos y movimientos bien definidos, Pérez interpretó a una frívola señora del bosque de las Willis.
Al igual que Liannys Hernández, reina de Willis en la función del domingo, ambas realizaron en su primera aparición movimientos que dieron la impresión de que flotaban, lo que se espera.
El torso de ambas se mantuvo erecto y rígido, mientras sus brazos se movieron con poses precisas y angulosas.
También lograron defender el rol de manera excepcional. Sus grands jetés, ejecutados sin alardes, pero con una técnica sólida y bien realizada, transmitían la autoridad fría del personaje. Los cambios de posición y desplazamientos fueron resueltos con una precisión que nunca quebró la caracterización, manteniendo en todo momento la rigidez sobrenatural y el control implacable que exige la reina fantasma.

La función dominical de Giselle puso el broche final al ciclo con Rachel Mendoza e Isaías Rodríguez en los roles protagónicos. La velada comenzó con una pareja a la que, en el primer acto, le costó encontrar la complicidad inicial. Desde su salida, Mendoza encarnó una Giselle de nobleza innata, mostrando a una joven risueña y de espíritu alegre. Frente a ella, un Isaías Rodríguez que mantuvo de manera consistente la actitud de un joven enamorado, pero sin perder en ningún momento el porte y la elegancia propios de su rango.
Este idilio se desarrolló ante un cuerpo de baile animado, aunque en ocasiones las amigas y amigos de Giselle lucieron algo rígidas.
Sus miradas durante el pas de deux reflejaban, más que una conexión profunda, un mutuo acuerdo para ejecutar cada movimiento técnico. Rodríguez logró transitar con credibilidad de la picardía y alegría iniciales a la creciente preocupación de quien ve cómo su engaño lleva a un funesto desenlace. La escena de la locura de Mendoza se abordó con una notable contención, sin gestos exagerados y recursos predecibles. El sufrimiento se multiplicó en el rostro de la maître de la compañía, Moraima Martínez, como Bertha, quien agregó un profundo tono de dolor con una actuación sobria y devastadora.

El segundo acto mostró una evolución positiva en la conexión de la pareja. Mendoza sostuvo con dificultad un attitude rígido, pero compensó con unos balances sólidos ejecutados sin ostentación. Por su parte, Rodríguez realizó una serie de saltos con una limpieza notable, que transmitían la lucha de un hombre que se niega a bailar hasta morir, logrando reflejar un cansancio orgánico y dramáticamente muy convincente. Si bien la bailarina perdió en varios momentos la etereidad característica del personaje espectral, la función cerró con una interpretación que, a pesar de sus altibajos, demostró el compromiso de ambos artistas y de la compañía con la complejidad de este clásico.
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