Natividad
En derredor puede observarse la vida silvestre en plena exuberancia en medio de una sinfonía de voces entre las cuales destaca el desatino de las cotorras y las ardillas que han convertido en hogar, los robustos brazos de las ceibas, donde otras especies de aves pujan por sostener su territorio. Debajo las ceibas, la sombra es pródiga porque retiene la fragancia de toda esa vida y es un sitio donde Natividad encuentra el sosiego en los breves descansos de cada jornada.
En su mirada, el cambio en las tonalidades del iris descubren los matices de un temperamento moldeado por una educación rigurosa forjada en el amor de sus padres y el armonioso equilibrio de las reglas sobre las cuales construyeron las bases de una familia que ella pudo sostener desde la génesis para asegurar la vital descendencia en su propio vientre.
La inteligencia precoz de sendos vástagos confirma los desvelos y premoniciones de quien aseguró la rectitud del camino entre los asedios de peligros latentes como lo hace el águila con sus polluelos, mientras en Natividad resultaban perceptibles las virtudes del Jaguar. Ambos seres, en extraordinaria confianza construyeron ese micro mundo lejos del acecho de pensamientos retorcidos exponiendo sus cuerpos frente a cada dardo envenenado, mientras ella curaba las heridas de amado, en el silencio nocturno de sus vidas con bálsamos aprendidos de la abuela materna para que sus cuerpos soportaran el extraordinario esfuerzo y la poderosa energía de la danza. Sin embargo, el dolor encontró un resquicio, penetró con furia, encubierto, atravesando el corazón y nada se pudo hacer para recomponer aquella fortaleza que intentaba proteger la más pequeña de las flores que germinó. Allí, aún le espera cuando escucha, sobre el viento, el aleteo del águila sobre el follaje de las ceibas y escucha el susurro de la Luna tejiendo con sus lágrimas, un encaje de finísimas perlas.
Los ojos de la Medusa, las cuatro estaciones del amor y la muerte de Odiseo.
A mi hermano Alfredo.
“no quiero convencer a nadie de nada”
(J.Sabines)
Minutos antes de mi primera muerte escuché la voz de mi madre. Comprendí que todo había terminado. Su mano se apoyó en mi frente para comprobar si aún quedaba algo del fuego que durante horas ardía bajo la piel y pude sentir su mejilla en busca de algún residuo de aliento en mis labios. Quise besarla y creo que lo supo. Intenté llamarla, pedirle los colores para dibujarla, pero no encontré la voz. Había desaparecido y las manos tampoco respondían, siquiera para tocar las suyas, hermosas, llenas de los tesoros que regalaba en cada caricia.
Sabía que la tonalidad intensa de la tarde era un presagio de lo que podría esperarse cuando, a través de la ventana, esparciera el silencio con el olor nocturno de los naranjos y, el último rayo de sol, se apagara sobre mi cuerpo. La escuchaba, en la agonía de la espera, referirse al concilio de los dioses, y la decisión de Zeus para enviar su mensajero Hermes a la isla de Calipso. Fue entonces que llegó la Medusa. No tenía el aspecto de un ser mitológico. Tampoco pudiera definirla, aunque podía sentir su cabello reptando sobre mi cuerpo. Extendió su brazo derecho y dejó correr su sangre dentro de mi boca. “No vendrás ahora, sino después que atravieses las cuatro estaciones del amor. Solo has estado inconsciente durante los últimos tres días y medio. Acabas de atravesar el solsticio de invierno en tu primera expiración. Cuando me marche regresarás y tendrás el pensamiento...”
Pero el resorte para comprenderlo no ocurrió hasta medio siglo después. Tenía el tufillo inconfundible de la vida reducida a las pequeñas dosis de oxígeno que mantienen los signos biológicos en las mentes de millones de personas atrapadas en esas especies de cerebros-monasterios, esclavos cibernéticos, confinados por los nuevos dioses, alejados de la realidad, sumergidos (como Odiseo) en un laberíntico espacio de dimensiones desconocidas, bajo la atenta mirada de las medusas y susceptibles a colapsar, debido a un paro respiratorio o una trombosis generada por la verdad encerrada en el mundo interior, real, turbulento, corruptible, desconfiable, ajeno. Lo entendí cuando llevé flores a mi madre y las coloqué sobre su lápida.
Su partida representaba la despedida de la segunda estación del amor, después del accidente que provocó mi nuevo nacimiento; pero del cual no despertaría hasta la llegada del solsticio, de aquel invierno, impregnado por el aliento exuberante que provenía del jardín, mientras ella permanecía sobre la cama, desnuda, en un prolongado acto de osadía, descomunal y reverente. Recordé su invitación, por escrito, debajo del cómplice y enigmático rostro de Cortázar. Es fácil mirar hacia fuera, identificar objetos, enumerarlos, aprehenderlos y hasta fabricarlos. Pero es difícil mirar hacia donde no estamos acostumbrados. Es por esa razón que no quiero convencer a nadie de nada.
Ella sonríe a quienes le han visto desde ayer, en la mañana, y los ha traído a este sueño que provoca la sensación, extraña, de viajar a la velocidad de la luz en un espacio breve del tiempo, al instante donde todo es (al unísono) punto de llegada y de partida. Irradia energía como un enorme cuásar y no tengo dudas de que se trata de la mujer que amé en mi primer erótico sueño, la noche posterior al terrible accidente que inició mi segunda muerte, justo cuando había alcanzado la tercera estación del amor.
Tenía motivos para ser feliz: una dedicatoria sobre las páginas de un libro relacionado con la historia de un anarquista, contenía el motivo para sentirme orgulloso del cambio que experimentaba mi vida, en mi tercer nacimiento. Por supuesto, no entraré en detalles ahora que logré despertar. Comprendo que habitamos en ciudades sumergidas, donde el miedo se expresa de muchas formas y puede ser palpable como los relieves en las superficies de una moneda lanzada al aire e impredecible como el rostro mostrado en su caída. También descubrí que pude alcanzar la cuarta estación del amor sin cuestionar cuánto he vivido o si realmente lo he hecho.
Ver además: