RÉQUIEN SOBRE ÓLEO POR LA MUJER DEL CUADRO
En el aire flota el olor nocturno de las mariposas y se mezcla con el aroma de las hierbas que flota en derredor del cuerpo semisumergido de la muchacha de cabellos negros y ondulantes. Sabe que la observo. Ha permanecido quieta durante todo el tiempo, mientras le frotan, suavemente, la piel en la espalda y recogen, sobre la hermosa cabellera, los mechones húmedos que se han pegado como hiedras en la piel cerca del cuello o bajan convertidos en pequeños riachuelos de azabache hasta el canal de sus senos.
Toda su imagen es hermosa, sugerente e irreal; casi parecida, estremecedoramente semejante, a la muchacha del cuadro que el tío Alfredo guardaba celosamente en su cuarto. Incluso, podría decirse que la mismísima joven de la pintura que ahora se encuentra en la bañera, con sus ojos de ópalo emite destellos desde su mirada profunda y obliga a sucumbir en la tan inusual belleza de unos labios carnosos que podrían guardar el néctar prohibido de la primavera; o como diría la abuela Cunda: el néctar de las razas mezcladas, la noche y el día, juntos en las profundas raíces que marcan la génesis, el origen del hombre en el África y determinaban la savia de los diferentes canales y caminos de las vidas que surcaron el viejo continente y luego buscaron el retorno, de ceguera y violencia que fecundó en los genes la necesidad, más bien la atracción incontenida hacia el lugar de origen de la especie y que permitió establecer aquel extraño mestizaje: el resultado de un cruzamiento capaz de hacer perder la cabeza a un español como el tío Alfredo.
Así lo confesó el día en que su cuerpo cayó preso de las fiebres y no pudo evitar, en sus delirios, olvidar el momento en que unió sus labios en los de aquella boca sensual y morena. Ahora la beldad del cuadro se expande ante mis ojos, más bien despierta los sentidos y empuja en alud la testosterona bajo mi piel, se impregna como el perfume en el aire o fluye convertida en traza volcánica dentro de mi cabeza hasta hacerme sentir cómo se apropia de cada átomo de mi cuerpo el deseo. Un deseo erótico y cálido como la piel de la joven en la bañera.
Han pasado unas horas. Comienzo a escuchar la agonía de la tarde en el bramido misterioso de los seres que habitan en la ciénaga cercana. Un poco más allá sobre el dorso de las montañas la caída del sol es inevitable como un latido púrpura. También puedo percibir el susurro de mi propio silencio que se escapa en el cansancio de una jornada intensa durante la cual me he esforzado por reproducir, en detalle, cada línea de la misteriosa pintura. Es cierto que la había visto una sola vez, pero resultó suficiente para que la imagen de la muchacha provocara el recuerdo, casi latente bajo el peso de algunos años, de las fiebres anticipadas de mi juventud en una ruptura total, absoluta con la adolescencia. Desatinos que llegó a provocar el rubor de mis primas detrás del cuchicheo de las lavanderas, siseo que era solo apagado por la voz autoritaria, más bien compasiva de mi madre, más que todo, para evitar que sobre mi cayera la furia descomunal del tío Alfredo celoso guardián de su secreta prometida.
Ahora, casi al concluir, evoco la noche que el infierno desató sobre la vieja casona. Dicen que el viento emitía los aullidos de una terrible tormenta. Sin embargo, no hubo lluvia, solo un soplo oscuro y gélido se abalanzó desde la ciénaga y en el cielo se advirtió toda la magnitud del relámpago que alcanzó como un disparo de fuego el ala derecha, precisamente el lugar donde se encontraba la habitación del tío Alfredo.
Los intentos por arrastrarlo fuera de la vorágine fueron infructuosos. Allí se le vio por última vez abrazado a la mujer que descendía como un ángel del cuadro y cubría el cuerpo del condenado. Tal imagen no pudo ser borrada ni siquiera por el olvido. Menos ahora que casi termino mi trabajo. También sé que mientras escribo estas líneas ella escucha mis pensamientos. Sabe que la amo y nadie podrá arrastrarla fuera de mi vida, nunca más.
RSM
7:15 a 10:45 p.m. 28 de diciembre de 2009.
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