“¿Usted está seguro de lo que dice?”, pregunto el juez dejando caer un poco más abajo sus gafas y dejando ver a cierta distancia, cómo sus pupilas de abrían al igual que el diafragma de una cámara fotográfica. “Lo confirmo”. Respondió el testigo, luego de recuperar la voz frente a la presencia del acusado, quien le observaba con una tranquilidad casi convertida en inocencia si tuviéramos en cuenta la sonrisa de travesura infantil y el aire ausente que se entendía en derredor de su rostro hasta alcanzar la mariposa que intentaba trasponer el cristal del edificio. El magistrado tamborileo con sus dedos sobre la gruesa madera de su estrado. Convocó a su memoria la búsqueda de algún momento similar en la historia de la jurisprudencia en la cual hiciera referencia a un caso donde la víctima, o sea a quien iban a robarle dentro de su domicilio, fuera acusado por el ladrón, su victimario y, no por una simpleza, sino por la desaparición, secuestro, homicidio quién sabe, o Dios sabe qué, de una decena de los peores rateros que asediaron durante largo tiempo la paz del vecindario. Pasados unos intensos segundos el prefecto hurgó entre las palabras más directas, una docena y repitió con un silabeo esperpéntico: “Usted está seguro de que el señor aquí presente es un homicida?” A lo que el otro, más asustado aún respondió con una voz tan raquítica que parecía morir de un ataque de espanto. “Miré usted, nosotros, todos, los rateros del barrio e incluso algunos de otros municipios, soñábamos con robar el tesoro que se decía ocultaba el señor allí, presente (dijo en un esfuerzo frenético por controlar el índice en dirección del acusado) y decidimos entrar a la casona. El lugar da miedo solo de mirar sus contornos cuando lo cubre la noche, por no decir que, en tiempos de lluvia, la tempestad parecía tener su nacimiento entre aquellas paredes. Pero nadie, sabía realmente cuánto valor tendría el tesoro y mucho menos cómo entrar a la casona y no perderse dentro… ¡Como sucedió! Ninguno de los que probaron a entrar y lograron hacerlo, fue visto más en el barrio. ¡Nadie! Fue, entonces, que el Pelusa me reiteró que tal vez los colegas adelantados habían llevado su parte y, como lógica, se habían ido del país. ¡No sé!
Planeamos todo y, personalmente, vi cuando el Pelusa pasó del otro lado de la ventana y esperé. Casi toda la noche hasta el amanecer, sin dejar de mirar por donde debía salir. ¡Pero nada! Estuve tres días dando vueltas hasta que me decidí tocar a su puerta y este señor, abrió con esos ojos que parecen de un tiburón, y me confirmó que no sabía a dónde había ido a parar mi colega el Pelusa, ni todos los que intentaron entrar a su casa. Le juro que la respuesta me dejó estupefacto. ¡¿Cómo no iba a saberlo?!, me estaba afirmando que sí, ¡pero que no! Me invitó a pasar y lo hice porque, al principio, no sentí el pánico que confieso me traga solo de verlo ahora. Me llevó hasta el sitió por donde pasaron mis amigos y dijo: “Ellos cayeron en la trampa. Al atravesar la ventana fueron a dar a cualquier dimensión en el tiempo y créame que desconozco su paradero. Esas fueron sus palabras.
“Puede volver a sentarse”, conminó el juez y llamó al acusado. Entonces aquel solo confirmó lo dicho anteriormente por su acusado y miro hacia el lugar donde intentaba atravesar el cristal, una mariposa.
RSM
27 de julio de 2020. 9:45 pm.
Nota: La musa ha vuelto, pero juro que traía consigo una botella de ron añejo. Nunca pensé que me haría escribir un relato tan rápido y tan absurdo. Espero que mis amigos lo disfruten, en estos tiempos de aislamiento social.
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