La dama de la muñeca

Sostenía la enorme muñeca de trapo sobre sus piernas. Los ojos, del color de la lluvia en verano, retenían la intacta juventud que ya no se observaba en el resto de su cuerpo, excepto la enigmática sonrisa reflejada de su boca al dibujo de otra, similar, en el juguete. Crucé despacio frente a la mujer y un alud de recuerdos me sumergió en la infancia llena de colores, papalotes y el bullicio incomparable de los domingos, poco antes de lanzarnos con los primeros rayos del sol, en medio de una algarabía que se extendía hasta el regreso con la piel bronceada por el salitre en la playa.

La muñequilla se le parecía bastante, solo que los cabellos rubios, ahora, exhibían el color níveo y brillante de la nueva edad y dentro… ¡¿Qué tendría dentro…?! Tal vez, los recortes de la tela sobrante de otros polichinelas y no sé por qué sentí el ruido de las tijeras de mi madre y luego el acompasado murmullo metálico de su máquina Singer, bordeando y cruzando entre sus manos, con una aguja que latía verticalmente alimentada por el hilo enrollado en el huso debajo de la platina, mientras sus pies (acompasados) impulsaban todo el mecanismo desde la rueda grande hasta la más pequeña alimentada por su mano en cada pausa.

Me preguntaba qué tenía dentro porque recuerdo haber visto llorar a una vecina cuando su muñeca, importada de China, cayó desde el balcón y corrimos a auxiliarla, pero era tarde: la cara, perfectamente dibujada por algún desconocido artista, se había astillado toda y dentro… dentro no había trapos, sino una pajilla, como si tuviera la sangre del aserrín que brotaba de sus brazos y piernas rotos. Crucé frente a la anciana, como si el tiempo fuera un espacio diferente, en ese momento, y toda una vida pudiera verse pasar entre los escasos centímetros de un paso a otro, antes de alejarme sin mirar atrás.
Julio, 2014.

Riace

Se había detenido justo cuando se abría el amanecer dejando un halo sobre los pinos que bordeaban la parte de tierra firme después de las dunas. Podía observar el encaje del salitre levantarse como si el viento espolvoreara una fragancia blanquecina sobre las olas del otro lado, frente a la ventana. Ella dormía aun y pudo ver la tonalidad reposada de su piel y el perceptible borboteo de un beso colgado en sus labios.

Respiró detrás del cristal y su aliento dibujó una pequeña nube que parecía debilitarse en minúsculos átomos de sueños incrustados en el vidrio. Dibujó con su índice el recorrido de las curvas en el monte de venus, justo cuando ella despertó.

Fue a donde estaba, sonriente; mientras sus palabras intentaban perpetuar aquel momento. “Bajaré por un café”, atinó a decir. Entonces ella dijo su sueño: “Desperté en el lugar donde habita el amor. Delante de mí una figura de ébano mostraba sus músculos… en su aparición resultaba hermoso. Nunca antes lo había visto: macizo, sólido... El bronce de Riace se viró y mis ojos vislumbraron un hombre en carne y hueso. ¿Era un espejismo? No, era él. Con una sonrisa amplia susurró: Voy a buscarte un café amor mío. Y descubrió que no era un sueño.

RSM

Ver además:

Lecturas de domingo: La araña