No pensé escribir estas líneas sino habría sido el fuerte impulso que experimenté aquella tarde en la cual el tiempo parecía derretirse sobre la ciudad y hasta podía imaginar las escarchas formadas por los minutos descolgados de las horas que aun pendían en algún tejado. Por muy surrealista que les parezca este comienzo, puedo afirmarles su relación directa con lo aprendido después de observar el trazo que dejaba en su ir y venir la araña que estableció su nido en algún lugar de mi conciencia. Ahora les resultaría mejor afirmar no continuar la lectura de este breve relato: El ocaso. Sin embargo, digamos que –de algún modo- me sirve para confirmar que vuelvo a los caminos de la escritura sobre el finísimo hilo de luz donde teje la araña.

6/11/19.

El ocaso

Arriba los cúmulos y nimbos se escurren bajo los cirros dejando huellas de personajes mitológicos, mientras el olor a tierra húmeda se acentúa con la caída del sol. La observo y ella también lo hace, detenidamente, como si mirase sin mirar, como si los frutos de la floresta dependieran de su contemplación para exhibir la madurez del color del sol y del fuego. Mira como si sus ojos dibujaran lo que falta de esa tarde preñada de nubes a punto de copular y esparcirse sobre la ciudad. Pienso que la lluvia será absorbida por la delgada textura de los mangos que ahora cuelgan abundantes y que mañana formarán parte del botín de los pájaros, ratones e insectos, mucho antes de ser encontrados por los empleados y los visitantes. Los residentes temporales, en este lugar, no muestran su apetencia por tan exóticos manjares; más bien permanecen ajenos, expectantes desde su mundo interior, lo sé o más bien lo percibo cuando nos observan como si midieran su tiempo para decidir si regresar al nuestro, más allá de cualquier razonamiento clínico y de mi preocupación por las nubes a punto de quebrarse sobre nosotros; lo sé por ese olor característico que precede a la tormenta. “¿Quieres ver la piedra…?” Interrumpe ella y arregla el mechón sobre la frente. Con gesto cuidadoso, estira la bata reglamentaria que cubre su ropa de dormir. Correspondo a su delicadeza y caminamos hacia la roca. “Nunca había estado tan cerca…, en más de 20 años de conocer este lugar”, Confiesa y sonríe, mientras palpa la porosidad del oscuro pedrusco, con figura de un triturador de pedernal, y en cuya base reza un lema: “Roca basáltica que formó parte de las columnas del santuario del cobre” y debajo la fecha: 1927. “¿Pedimos un deseo…?” Asentí y comenzamos a girar, en derredor de la piedra, con las manos en forma de agujas de reloj, apoyadas en el centro. “¿Pediste tu deseo…?” Interroga y descubro la ansiedad en sus ojos ahora vírgenes por el nuevo regreso a la adolescencia. Presiono, con suavidad, los femeninos dedos y respondo: Debemos regresar..., alcancé a decir. “Eres hermoso, sabía que te iba a encontrar”, susurró, mientras colgaba su mano de mi brazo. Retornamos en cómplice silencio. Detrás el ocaso se debatía entre los grises que ocultaban los ardores inconclusos de un crepúsculo interrumpido por la llegada de una noche temprana, lluviosa, irreverente y oscura.

Ver además:

Lecturas de domingo: El sueño del pez